La experiencia y el sentido común aconsejan fervientemente la alternancia política, que es síntoma de higiene democrática. Extremadura no debería ser una excepción en esta regla no escrita. Me temo, sin embargo, que la oposición en nuestra región tiene un hueso duro de roer. Ese hueso se llama Guillermo Fernández Vara , un político que viste mandil de faena y botas katiuscas por encima del traje y la corbata. Menos carismático pero más centrado que su antecesor el torrencial Rodríguez Ibarra , desde el primer momento se ha esforzado en dar la imagen de hombre discreto, más partidario de ofrecer no morbosos titulares de prensa sino necesarios puestos de trabajo (intento que se ha visto seriamente afectado por los efectos de la crisis económica). Profeta y viajero (semanal) en su tierra, Fernández Vara nos sorprendió a algunos el día en que ganó las elecciones autonómicas con aplastante mayoría absoluta, y no fue tanta la sorpresa por el resultado de los comicios sino por esa forma suya de celebrarlo sin celebrarlo, el rostro cansado y la voz apagada. Tan cansado y apagado estaba que si el espectador hubiera desconectado el sonido de la televisión no hubiera sabido quién iba a gobernar nuestros destinos, si él o los perdedores de la jornada: Carlos Floriano y Víctor Casco . Mientras los miembros de su tripulación lanzaban algaradas de felicidad a los cuatro vientos, él se mantuvo firme al timón a sabiendas de que tarde o temprano tendría que bregar más de una tempestad. Su primer mensaje parecía ser: un político, sea por cautela o por buena educación, nunca debería alegrarse en público más de la cuenta.