TUtnas indefinidas nubes bajas muy extendidas velaban la luz del sol del amanecer cuando viajábamos por la A-5 camino de la capital. Qué placidez de viaje sereno y tranquilo, importunado apenas por los escasísimos viajeros de un domingo mañanita temprano.

Unas palomas ¿torreras o bravías? cruzan la autovía cerca de la torre de Esteban Hambrán y en algún lugar del viñedo, apenas a unos metros de la cuneta, la pareja de perdices bellísimas nos iluminan la mañana.

El túnel de la M-30 nos saca de quicio, pero a la postre, Ezquerdo arriba o Velázquez, damos con Francisco Silvela y guardamos el auto en la cachigüela del aparcamiento. Hemos ido de Diego de León a Sol por el vericueto de pasillos subterráneos, y con el medio día en puertas paseamos por los mil tenderetes numismáticos y filatélicos de Felipe IV, es decir, plenitud del domingo en la plaza Mayor.

En el kilómetro cero de las Españas hemos saludado al rey "nuestro señor" Carlos III que fue un buen alcalde y Preciados, atiborrada de una multitud, nos mete de nuevo en el laberinto de trenes sotto terra para dejarnos en Velázquez.

El día del Señor, en las calles del barrio de Salamanca, es plácido y agradable. Madrid, Magerit moro, el lugar de la madre del agua, se adormece en la quietud dominical, en espera del crepitar de los acontecimientos sociales latentes.

Nosotros, por si acaso, nos deleitamos con un sabrosísimo cocidito en Goya, y salimos luego, huyendo de la tarde, por la M-40 camino de Xanadú para el cafelito propicio. A la vuelta volvemos a ver el sol poniente tras el velo de esas nubes indecisas y misteriosas, ¿calima de febrerillo el loco?

Cuando llegamos a Norba, "la noche cae al alma como al pasto el rocío". Los perdigoneros apuran las últimas jornadas de curicheo y nosotros sin caza, de turismo por Madrid. Vae victis.