En un esfuerzo de agradecer en plena crisis, los Reyes Magos se han colado por la chimenea del salón para dejarme a los pies de un zapato huérfano un televisor y una tableta gráfica. Instalar el televisor ha sido tarea sencilla: no he tenido más que probar suerte casando cables aquí y allá. Con la tableta gráfica preveo más dificultades, aunque supongo que finalmente acabaré por hacerme con ella gracias al manual de instrucciones que la acompaña. Que no cunda el pánico. Al fin y al cabo, es a esto a lo que me he dedicado en los últimos años: a estudiar manuales. ¿Cómo, si no, podría haber aprendido el funcionamiento del teléfono móvil, el ordenador, la impresora o la lavadora? ¿Cómo podría haber creado un blog y una página web? ¿Cómo podría haber retocado imágenes digitales en Photoshop, buscar información en la Red, ver vídeos en Youtube o descargar posts en los foros de noticias? ¿Cómo podría haber redactado mis escritos sin el procesador de textos?, ¿cómo podría haberlos difundido por internet sin los dichosos manuales?

Nunca antes habíamos estado tan alejados de la doctrina de pensadores como Rousseau, Knut Hamsun o D.H. Lawrence , defensores del regreso al primitivismo, esa vida sin artificios que ellos entendían como el ideal de la pureza humana. Más bien hemos llegado a la invasión de las cosas de la que nos previno el filósofo Julián Marías . Ahora más que nunca se hace necesario contrarrestar la invasión de las cosas, que abrazamos de buen grado, con el gesto humanista de leer libros de literatura, esos manuales sui generis no de objetos sino de algo más profundo: la condición humana.