THtubo un tiempo no muy lejano en que la modernidad se asociaba con el ruido. Era cuando pasaba un coche por la calle de un pueblo extremeño y las gentes salían a las ventanas para maravillarse; era cuando ibas a Madrid y lo que más te llamaba la atención era el constante ulular de las sirenas. En el cine de esa época, las películas americanas estaban llenas de ruido para que así entendieras que las vanguardias anidaban en Nueva York y vivían instaladas en el jaleo. Y tú te asomabas a tu balcón en la calle Antonio Hurtado, veías a un señor dándole a la manivela para encender el motor de su Haiga y soñabas con el día en que Cáceres fuera como el Nueva York de Sinatra o, cuando menos, el París de Delon. Pues bien, Nueva York ya está aquí: Antonio Hurtado es un infierno de tráfico y el sonido de las sirenas es tan frecuente e intenso como puede serlo en Atocha.

Justo cuando los coches aún se encendían a manivela en Extremadura, surgía en Amsterdam el movimiento de los Kabouters , unos revolucionarios urbanos que propugnaban suprimir los automóviles de las calles, fomentar las bicicletas y crear un ministerio que se preocupara de los ancianos. Fueron tomados por locos, pero sólo se adelantaban al tiempo: hoy, sus medidas han sido adoptadas en media Europa. Pero en Extremadura aún hay quien sigue midiendo el avance con un sonómetro: a más ruido, más progreso. Sólo el día en que nos asomemos a la plaza Mayor de Cáceres o al casco antiguo de Plasencia y nos salude el silencio habremos entrado en la modernidad.