TLta mejor descripción del verano la encontré hace mucho en la redacción de un alumno. Tenía que escribir quince líneas sobre cómo había pasado el verano en su pueblo y, agobiado por tanto esfuerzo, me preguntó si podía repetir palabras. Le dije que sí, creyendo que se refería a alguna preposición o sustantivo sin importancia. Tenía una sonrisa de triunfo cuando me entregó en cinco minutos el trabajo. Decía así: en verano voy a la piscina y me tiro y me salgo y me tiro y me salgo y me tiro y me salgo. Así hasta completar las quince líneas. Ni una más ni una menos. Nada podía reprocharle porque en verdad había seguido mis instrucciones, es más había escrito un texto literario conmovedor, de los que conducen directamente a esa parte de la memoria ocupada por la infancia, un territorio hecho de meriendas de chocolate, manchas de moras silvestres y olor a gazpacho, tortilla de patatas y filetes empanados. Lleno de tardes de gargantas en la Vera, sobremesas de río y siestas de cama de matrimonio cuando el verano se convertía en un agujero negro donde nunca era lunes y el tiempo venía marcado por el reloj bullanguero de las verbenas y las fiestas, de San Juan a la Virgen para acabar en el Cristo.

Junio abría la veda del tiempo libre y daba tiempo de todo hasta de que agosto volviera lo alocado en rutinario. Eso era hace mucho, cuando aún éramos niños de pueblo, cuando tres meses podían resumirse en esas palabras: en verano voy a la piscina de mi pueblo y me tiro y me salgo.

Me sigue pareciendo con diferencia la mejor descripción de un verano rural. Y todo en quince líneas. Ya quisiéramos algunos.