En este mundo global e interactivo, las catástrofes siempre vienen precedidas por el sonido grave y oscuro de las aspas de los helicópteros. En la milenaria Compostela, la ciudad que se inventó la tumba de un apóstol para abandonar la periferia de la cristiandad, los helicópteros empezaron a volar demasiado bajo y demasiado en círculo a las nueve de la noche. Así nos enteramos de que algo malo había sucedido.

La ciudad se preparaba para su noche más poderosa, cuando los compostelanos se sacuden el monopolio de la Iglesia sobre la catedral y toman su fachada gracias a una ofensiva de fuegos artificiales. En las calles, la gente comenzó a mirar al cielo, intentando descifrar los mensajes de los helicópteros y las sirenas. Las radios locales dieron el primer aviso. Un descarrilamiento, parecía que con muertos. "No será tanta cosa", cuenta una vecina en la TVG que le dijo un policía. Pero ella ya sabía que era mucho peor. Como lo presintió la ciudad.

Las noticias llegaban a cada momento peores. El número de víctimas se multiplicaba por sí mismo. Las primeras imágenes del lugar del accidente mostraban un tren desparramado sobre la vía como las tripas de un acordeón, retorcido por un impacto feroz y brutal. Ya nadie se acordaba de que era la víspera del día del apóstol. Los vecinos bajaban a las vías con mantas y botellas de agua y regresaban a casa con las manos ensangrentadas. Algunos incluso decían haber escuchado varias explosiones antes del desastre. Todo, incluso la fecha y la hora, empezaba a resultar sospechoso.

Pero la calamidad acude sola. No necesita que la ayuden. Los admirables servicios de emergencia lograron cruzar entre estrechas pistas asfaltadas y cunetas para llevar auxilio, ambulancias y una enorme grúa a la zona cero. Uno de los coches del Alvia había salido volando por encima del muro de seguridad del trazado. Se había llevado por delante el palco levantado por los vecinos para las fiestas del Angrois. Si no hubiera sido la noche de los fuegos, el lugar podría haber estado lleno de parejas bailando al son de alguna orquesta.

La noche se había vuelto larga y de piedra, como en el inmortal poema de Celso Emilio Ferreiro. Sin debates, sin perder el tiempo, sin que nadie se lo dijera, la misma gente que planeaba dedicar la noche a la fiesta con los amigos, decidió entregarla a la solidaridad con desconocidos. Santiago es una ciudad acostumbrada a cuidar peregrinos cansados y doloridos. Ayer demostró que mantiene viva esa costumbre. La juventud que se apelotonaba en los jardines del campus universitario para pasar una noche de jarana, se puso a hacer cola ante las puertas del Centro de Transfusiones de Galicia tan pronto se anunció la necesidad de donantes. Enseguida acudieron las familias que paseaban por la Alameda y la ciudad vieja. La sanidad pública demostró la razón de su nombre y su tradición de servicio en un ejemplar Complejo Hospitalario Universitario a donde acudieron médicos y personal sanitario fuera de servicio ofreciendo su trabajo. Las calles de Compostela se llenaron de ciudadanos deseando ayudar y buscando en la redes sociales dónde poder hacerlo.

En el santiagués barrio de San Lázaro, junto al tramo francés del Camino de Santiago, comenzó a atenderse a las familias en un gris e impersonal edificio administrativo. Solo se disponía de una relación de los heridos. Los parientes iban llegando y se comprobaba si el nombre por el que preguntaban figura en esa lista. La entereza, la discreción y la dignidad con que espera la gente toda la noche impresiona. Resultará algo imposible de olvidar ni con el tiempo. Santiago ya es un velatorio callado a las orillas del río Sar. Los gallegos tenemos nuestra propia manera de relacionarnos con la muerte. Se llama silencio. A la mañana siguiente, la muerte y el silencio seguían allí, como Galicia.

Las cámaras de televisión se apagarán, los micrófonos de las radios se desconectarán, los fotógrafos dejarán de disparar sus flashes. Galicia, el país que se enfrentó sin descomponer su gesto callado a la mayor tragedia de su historia, tiene derecho a exigir que no suceda lo que pasa tantas veces en estas desgracias.

Ni olvido, ni indiferencia. Se trata de una vía nueva de velocidad alta, era un tren moderno y el maquinista llevaba un año haciendo esa ruta. Tenemos derecho a que la investigación que nos explique lo acontecido se haga bien y de manera profesional, pero que se concluya rápido. Queremos saber qué ha pasado. Pero queremos conocer qué vamos a hacer para que no vuelva a suceder. Ya hemos aprendido que el riesgo cero no existe. Pero seguro que podemos hacerlo mejor.