No sé qué pasará, porque Donald J. Trump es el presidente imprevisto e imprevisible, y Hillary Clinton era la candidata prevista y previsible. Si algo enseña la victoria de Trump es que muchas de las herramientas que la prensa, los intelectuales y los políticos usan para describir el presente y para prescribir el futuro son poco más que la proyección de sus deseos, de sus prejuicios y de sus intereses. La democracia es un sistema contra la soledad, contra el aislamiento. Te obliga a escuchar a quien no escucharías de otra manera; parte de la premisa de que no importa cómo de racional, educado y bien intencionado seas; si no fuera porque estás obligado a escuchar a quien consideras irracional, ignorante y mal intencionado, mirarías de encumbrarte a base de destruirlo.

Trump es un destructor de convenciones. Incluso ha destruido la manera habitual de hacer campañas. Si su forma diferente y escandalosa de hacer y de decir lo hace más peligroso para el sistema (y el sistema quiere decir también las libertades y derechos y límites constitucionales), por la misma razón es capaz de inaugurar una nueva e incierta era política que supere los esquemas políticos, económicos y geopolíticos con los que nuestro mundo se mueve. Este cabreo y esta esperanza la han hecho ganar.

Cuando Trump dice que anulará la ley sanitaria de Barack Obama (que ha sido desastrosa en muchos lugares del país); cuando dice que tratará de que el derecho al aborto sea competencia de los estados (y no del todopoderoso Tribunal Supremo); cuando dice que hará frente a la inmigración sin esconderse; cuando dice que revisará los pactos con los socios occidentales, la OTAN, Japón y Europa bajo la sombra alargada de Putin; cuando pone en cuestión los tratados de libre comercio; cuando promete castigar con aranceles a las empresas que deslocalicen fábricas a países con menores costes laborales; cuando, en fin, da la razón a las intuiciones de la clase media blanca y despreciada por la política y la cultura, está subvirtiendo no solo políticas concretas, también una jerarquía de preferencias, discursos, valores, argumentos.

En estas elecciones el partido republicano ha obtenido el control de los tres poderes del país. La presidencia de Trump irá acompañada de mayorías en el Senado y el Congreso, y del control del Tribunal Supremo, justo cuando toca llenar la vacante dejada por el fallecido Scalia, y tal vez una o dos plazas más de las nueve que tiene el tribunal. Plazas que son vitalicias y que condicionan las políticas morales de fondo -aborto, matrimonio gay- y cuestiones sobre los límites de la democracia -competencias de las asambleas locales- y muchos etcéteras. Es un poder inmenso.

Pero Trump ha ganado contra todo el establishment, también el republicano, también el de los valores republicanos y sus maneras de actuar; eso y su personalidad heterodoxa abre la puerta a imaginar pactos extraños, sorpresas bipartidistas. ¿Un presidente electo republicano prometiendo inversión en infraestructuras con argumentos propios de Roosevelt-Keynes la misma noche electoral? Pero no lo sabemos. Eso sí que lo sabemos.