Las huellas de lo que hemos sido, de lo que somos y de lo que seremos se pueden ver desde la estación espacial internacional y se mantienen a la vista varias horas, e incluso en días soleados duran más de una vuelta a la Tierra.

El Rastro de Aquella Noche dota de palabras a los objetos, a los paisajes, a los mares, a los espacios y a los tiempos que habitamos, permitiéndonos escuchar sus historias, si es que las tienen, y adentrarnos en sus pensamientos.

Indagando por todos estos recovecos se pueden hallar pistas sobre adónde vamos, de dónde fuimos, de cómo pereceremos, de nuestro deseo de perdurar, de nuestro deseo de ser dioses, ser más-fuertes-más-poderosos-más-humanos que cualquiera, de ser más duros que las montañas, de echarnos a perder y perder definitivamente el rastro.

Este momento puede ser el fin del mundo o el medio del mundo o el inicio del mundo.

Dos parejas, una del norte y una del sur echan la vista atrás, adelante, sobre sí mismos. Observan el mundo a su alrededor, todo lo que han caminado y lo que caminarán. En algún momento fueron dioses y en otro estuvieron más abajo que las piedras. En otro solo fueron testigos del tiempo, ese tiempo que pasa sobre el lugar en el que ahora reposan.