Desde que el 15 de mayo de 2011 salieron a la calle millones de personas para denunciar las disfuncionalidades del sistema político español, han cambiado unas cuantas cosas. Algunas sustanciales, otras secundarias, bastantes anecdóticas y muchísimos simples gestos de cara a la galería.

Que los líderes políticos hayan ido abandonando —aunque no siempre— la primera fila de las manifestaciones para cedérselas a la sociedad civil es una de ellas, y no sabría muy bien donde encuadrarla, aunque no desde luego entre las sustanciales. Sin embargo, esa buena nueva costumbre tiene sus contradicciones y matices que, por cierto, son muy útiles para analizar hasta qué punto han cambiado genuinamente las cosas (o no).

Sabrán de lo que hablo si tuvieron la suerte de deleitarse con los codazos por aparecer en la primera fila de la foto de la manifestación en la plaza de Colón del pasado día 10 de febrero. La protagonizaron el vicesecretario de organización del PP, Javier Maroto, y el presidente y portavoz de UPyD, Cristiano Brown. Si no lo vieron, se lo resumo rápido: Brown, colocado al lado de Santiago Abascal (VOX), trataba de impedir con los codos que Maroto se pudiera colocar entre él y Pablo Casado (PP), en primera fila para la foto; Maroto luchaba con sus propios codos por colocarse al lado de Casado.

Es fácil encontrar en la hemeroteca declaraciones, anteriores y posteriores a la manifestación, de varios de los líderes convocantes, afirmando contundentemente que lo importante del evento no eran las fotos sino la gente en las calles. Paradójicamente, una de las noticias del día fue la foto de cómo dos de ellos se daban codazos para salir en la foto.

Ahora imaginen qué puede pasar entre políticos de tercera y cuarta fila, si políticos de primera y segunda son capaces de hacer el ridículo de esta manera en un acto público al que todos los medios de comunicación estaban atentos. Sin duda, el discreto encanto de la primera fila va mucho más allá de las buenas intenciones mostradas tras las reclamaciones ciudadanas de regeneración política.

Hubo un tiempo en que no eran necesarios los codazos para aparecer en la foto, porque los liderazgos eran nítidos, contundentes, indiscutibles. Eran liderazgos. El líder llama a la foto. Si el fotógrafo no te busca, es porque no eres líder. Y da igual cuanto hagas por aparecer en primera fila, nadie te mirará. A no ser que llames la atención por dar codazos para aparecer en ella, pero claro, probablemente desde ese día, si tenías alguna oportunidad de parecerle líder a alguien, esa oportunidad se habrá esfumado.

Los codazos no son siempre físicos ni literales, por supuesto. Hay codazos metafóricos, lingüísticos, orgánicos, procedimentales y, en el mejor de los casos cuando quienes se los dan tienen cierta altura, hasta poéticos. Los codazos por estar en primera fila, los que se ven y los que no se ven —que son, evidentemente, muchísimos más— delatan siempre la debilidad de quien los da, pero además pueden llegar a ser peligrosos cuando estar en primera fila se convierte en una obsesión.

Los complejos de inferioridad, el narcisismo patológico o una excesiva necesidad de aprecio por parte de los demás son algunas de las disfunciones que laten bajo la piel de tantos políticos capaces de hacer casi cualquier cosa por un rato de gloria en una primera fila, sentados o de pie. Ahí es donde el discreto encanto se convierte en un síndrome, y sus protagonistas en un peligro público.

Lamentablemente, la nueva sociedad va muy desencaminada en el tratamiento de esta enfermedad. En las viejas horas de mayo del 68, el filósofo Guy Debord le puso nombre a la dolencia que íbamos a sufrir medio siglo después: sociedad del espectáculo. El neoliberalismo ha conseguido, efectivamente, que solo exista aquello que está sobreexpuesto a las imágenes, unas imágenes que propulsan tan rápido como abrasan.

La política debería saber detectar a quien padece el síndrome de la primera fila para retirarle de inmediato toda confianza, y entrenar la capacidad para encontrar el talento existente desde la fila cinco hacia atrás. Pero, por desgracia, la senda en la que estamos es justo la contraria.