El neoliberalismo es el sistema económico-político dominante desde hace ya al menos tres décadas en casi todos los países del mundo. Sus principios fundamentales consisten en maximizar la libertad de mercado y minimizar el gasto público, priorizando el sector privado.

Para entendernos, su aplicación ideal consistiría —entre otras cosas— en eliminar los sistemas públicos de salud, educación y prestaciones sociales, de manera que los centros médicos, los colegios o las pensiones fueran gestionados por empresas privadas optimizando sus beneficios, y no por las Administraciones ampliando el bienestar común de la ciudadanía.

Lamentablemente, no tenemos todavía un término mejor que «neoliberalismo» para definirlo, puesto que ni es nuevo (su origen teórico data de hace casi cien años y su aplicación masiva de hace casi medio siglo) ni contiene ya la raíz genuina del liberalismo clásico a la que hace referencia el vocablo.

El neoliberalismo, que se ha convertido en uno de los corpus doctrinales y prácticos más exitosos de la historia de la humanidad, ha logrado crear sociedades eminentemente individualistas, ha sacralizado la idea de una libre elección que casi siempre es falaz, ha incrementado los niveles de desigualdad en casi todo el mundo, ha convertido a los ciudadanos en consumidores y, en fin, ha diluido en su interior buena parte de todas las éticas e ideologías que le precedieron. Ha sido un gran relato diseñado para el dominio del mundo que ha funcionado a la perfección, ejerciendo de bomba atómica discursiva que ha arrasado todo el imaginario político de los últimos siglos.

Debemos tener esto muy claro al pensar en el diseño de una nueva política que sea capaz de poner otra vez en el centro el bien común y hacer efectivos unos niveles aceptables de felicidad colectiva. Debemos tener presente que el neoliberalismo es una superestructura que ha arrasado con todas las éticas clásicas y que tiene un dominio global sobre todas las ideologías existentes.

Las luchas ideológicas que se han librado en nuestras sociedades durante los últimos ciento cincuenta años —fundamentalmente entre el modelo comunista/socialista y el modelo capitalista/conservador— se han desarrollado dentro de los límites de las democracias liberales. Las ideologías siempre habían estado basadas en una ética (cristiana o laica, reaccionaria o liberal, individualista o colectivista, etc., etc.) y, cuando lograban una hegemonía social, imponían su forma de entender el mundo.

La novedad es que el neoliberalismo ha logrado ser algo mucho más grande que una ideología que libra una batalla en el marco de las democracias liberales, para pasar a convertirse en una estructura mental que se superpone a todas esas ideologías y a la propia democracia. La razón es sencilla: la ética se ha disuelto, y su lugar lo ha ocupado el neoliberalismo.

Las éticas religiosas dejaron de conformar el marco que definía nuestras vidas y las éticas laicas dejaron paso después a los cánones ideológicos subsumidos en los sistemas democráticos liberales. Esos cánones fueron cooptados por el neoliberalismo y ahora no hay otra cosa que no sea neoliberalismo. Serás progresista o conservador, pero no discutirás que un empresario pueda enriquecerse ilimitadamente, aunque eso tenga unas causas y unas consecuencias que nos afectan a todos: su libertad individual es más importante que el bienestar de todos los demás.

La nueva política no germina porque se está sembrando en un terreno yermo arrasado por la bomba atómica del neoliberalismo. Para que las ideologías puedan reconstruirse y, con ellas, regenerar un espacio político fértil, hay que volver a roturar el terreno para que el abono de una ética pública permita que las semillas sean flores mañana.

Nos hemos instalado ya en una sociedad corrupta en la raíz, donde a casi nadie le importa nada que no sean sus propios deseos. Todos los edificios éticos de los siglos XIX y XX han sido derruidos, y por eso no es posible reconstruir las ideologías que se sostenían sobre ellos. Las ideologías no han muerto, pero sí es verdad que su eficacia real ha languidecido bajo la superestructura neoliberal que ha modelado las mentes de las últimas generaciones. No habrá nueva política, pues, sin nueva ética.