Ayer, el Servicio del Defensor del Profesor, una iniciativa exclusiva del sindicato ANPE, gratuita y abierta a todos los docentes que así lo deseen, como cada año, y ya van catorce, presentó su memoria anual, en datos globales, sobre las denuncias que los profesores realizan al servicio buscando amparo en muchos casos, asesoramiento en otros, representación ante el olvido de las administraciones, defensa de su dignidad como docente y como persona, denuncias de vejaciones, insultos, agresiones y un sinfín de casuísticas que tienen dos denominadores comunes, pedir ayuda, por supuesto pero también poder ser escuchados.

No me compete en esta columna, sí en otro ámbito, adelantar datos ni exponerlos, proponer mejoras o realizar conclusiones, pues siempre he respetado y diferenciado por convicción propia, mi colaboración con el periódico y mi actividad profesional, aunque eso no quita, por responsabilidad, que tenga que hacerme eco de un problema que empieza a ser crónico.

Además del deterioro de la figura del docente en el aula por parte de alumnos y familias principalmente, llámelos «emperadores» o «padres helicóptero» y la estabilización del número de agresiones, vejaciones, insultos, etcétera, que normaliza la anormalidad de dicha situación, no es esto lo que desde estas líneas pretendo trasladarles y que no aparecerá en ningún estudio ni la verá en estadística alguna y que no es otro que ponerle cara a tantas estadística.

Es el lamento del silencio que no trasciende, tampoco interesa, las lágrimas sin llanto que caen por dentro, la ausencia de estima a la autoestima, el desamparo de los agredidos por los agresores amparados, es la desesperación del que sin defensa es atacado sin motivo ni razón. Es la voz al otro lado debilitada y temblorosa, que sólo se atreve a abrirse a otro compañero, al que no conoce, demasiadas veces buscando precisamente el anonimato, es la denuncia sin denuncia a veces sin solución que sólo quiere ser escuchada, sólo quiere ser expulsada, sólo quiere ser gritada sin que se oiga.

Recuerdo una llamada de esas que nunca olvidas. Póngale al azar de nombre Carmen. Después de una exposición calmada, vinieron los suspiros tornados en llantos, las quejas, el dolor que le producía el dolor que su situación a su vez producía a sus seres queridos para finalmente volver a los suspiros y a la exposición calmada. ¿Cómo se llama? Pregunté. «No importa, pero me siento mucho mejor, muchas gracias», respondió. Sólo necesitaba ser oída y comprendida, un estímulo y confianza en sí misma. Es la voz que denuncio, la de los docentes que gritan en silencio, la cara detrás de las estadísticas, la otra voz de los docentes.

*Maestro.