La enfermedad hace que nuestro cuerpo se nos vuelva un extraño. Y de las enfermedades, ninguna tan cruel como el cáncer, cuyas células surgen en nosotros y nos convierten en su casa, de modo que para destruirlo, hemos de aceptar destruirnos en parte, con un método tan agresivo como la quimioterapia, guerra química en la que somos agresores, víctimas y campo de batalla.

Es fácil escribir sobre el dolor de los demás o narrar crímenes, históricos o inventados, pero resulta una proeza en los límites de lo concebible querer poner palabras a lo que está más allá de ellas, como es la lucha a vida o muerte contra el cáncer. Recuerdo cómo me impactó saber que uno de mis novelistas preferidos, J. B. Ballard, se proponía escribir un libro sobre el cáncer que padecía, un libro que finalmente no escribió. Quizás ese empeño solo pueda cumplirse en la poesía y desde luego se cumple en Sacrificio, el libro de Marta Agudo (Madrid, 1971), cuya obra se concentraba hasta ahora en tres poemarios: Fragmento (2004), 28010 (2011) e Historial (2017). Ya este último, del cual leyó hace un par de años en el Aula Literaria Díez Canedo de Badajoz, llevaba a cabo una introspección en la enfermedad, pero no en una tan letal como la de ahora.

En cincuenta poemas en prosa se refleja una mirada que sabe que su vida está ya en suspenso y desde ese lugar más allá de todas las adherencias de lo banal, desprovisto de cualquier aspiración más allá de la de seguir respirando. Una expresión que es también ex–prisión, salir de alguna manera de la ocupación con nosotros mismos a la que nos obliga la enfermedad. Por ello las primeras palabras de su primer poema son: “Volcada hacia fuera: extensión de la forma”. Una forma para, dentro de esa “cadena irreversible” que es el ciclo vital, “trazar la circunferencia del yo” que es también un autorretrato.

La enfermedad nos vuelve evidentes verdades que hubiéramos querido conocer antes. De ahí que, entre los poemas en prosa, se sitúen siete que comienzan “he tenido que llegar hasta aquí” para “entender la caligrafía gozosa del mar”, “reírme del suicidio de mis pestañas”o “comprender que en ocasiones los párpados no quieren cerrarse”. Comprender también nuestra fragilidad al vernos como un objeto, “mi cuerpo, como una esponja de corcho”, sujeto a la dependencia absoluta, habitando “en la circunscripción del miedo”, miedo al dolor de esa “lluvia de agujas” del tratamiento, que solo se calma con la morfina o el sueño inducido.

El título del poemario hace pensar en la película Sacrificio, de Tarkovski, pero aquí el incendio es el de la casa del cuerpo, con la quimioterapia, y también el de la ofrenda de las víctimas que según el mito griego se sacrificaban al minotauro, que las inmolaba en el laberinto. Con cierta ironía, mientras pone orden en el caos de la enfermedad, la poeta se pregunta “en qué punto de esta pierna el predicado” y si “es el sujeto el corazón”, con la gramática como correlato del cuerpo saludable. En otros momentos, se percibe la angustia inmersa en ese “agua lustral y mortífera”, en la que bracea para dar sentido a lo que lo desafía y confiesa que “falta léxico, faltan letras… Y el mundo era sólo un tanatorio azul…”

Alguien me dijo una vez que Marta Agudo era una poeta muy insegura respecto a su escritura. Mejor esa inseguridad, frente a tantos que se creen investidos por las musas y que tienen mentalidad de notario: lo que vale es su firma. Pero la/el poeta de verdad duda cada vez que escribe si logrará doblar el brazo en su pulso con el lenguaje. Decía Unamuno que muchas veces temblaba al escribir y José Bergamín, retomando esa imagen, decía que la poesía era el “arte de temblar”. Escrito desde el temblor, Sacrificio nos conmueve y nos hace cómplices de una lucha vital. 

*Escritor