Envidio a quienes dicen que durante el confinamiento escribieron o leyeron como nunca, que fueron creativos, que la inspiración bajaba cada noche entre el miedo y la incertidumbre para abrirles los ojos y llenar páginas y páginas. O devorarlas. Yo no pude hacer ni lo uno ni lo otro, aunque me esforcé, sobre todo en lo segundo, en tratar de leer como si no pasara nada, como si el tiempo por delante fuera un regalo y no una condena. Pero no, no fue un regalo, ni un paréntesis creativo, sino la congelación de cualquier impulso.

Entre el teletrabajo, los deberes, la compra a la que se iba como quien va a una guerra, el goteo incesante de malas noticias, el horror inconmensurable de las residencias…la ficción podía aportar poco a una realidad que se carcajeaba de cualquier trama. Y sin embargo, leía, a trancas y barrancas, teniendo que volver cada dos por tres porque perdía el hilo, sin dejarme atrapar por historias o argumentos que hace unos meses me hubieran fascinado. Leía como quien se agarra a una tabla de salvación, aunque sin fuerzas y sin ganas, para recuperar al menos parte de la sensación feliz que se nos estaba arrebatando.

Quería recuperar esos días de la infancia en que la gripe suponía horas de cama, termómetro y lecturas en silencio con la fiebre como contrapunto. Y paz en una familia donde el ruido nunca faltaba. Como en mi casa de entonces, en la de ahora nunca faltan los libros, así que me sobraba combustible para arder y deshacer el hielo de esta quietud que se nos hizo eterna. Cogía uno de ellos, y enseguida sentía una desgana que achacaba a la tristeza o a la necesidad de acción que me estaba vedada.

Me salvaron la poesía, algunos cuentos, y poco a poco, casi al mismo tiempo que empezamos a salir, volví a recuperar el placer inmenso de la lectura. No recuerdo otra época en que sintiera algo parecido. Leemos para vivir otras vidas, porque esta quizá no basta, pero también la literatura necesita unos ojos abiertos a la luz que viene de fuera, a las palabras ajenas, a los demás. El horror y la angusita impedían que pudiera escaparme, como cuando era una niña. El mundo se había vuelto ajeno y la ficción no era capaz de explicarlo.

Ahora, leo para recuperar el tiempo perdido, aunque el mundo sigue difuminado y las cuerdas se tensan. Leo como defensa, como revolución, como abrigo. Y cada verso ha vuelto a ser un peldaño, cada cuento, un respiro, y cada libro, una marca de un día más, pero también un día menos en esta época dislocada en que hasta las palabras suenan extranjeras, cargadas de perplejidad y miedo.