La organización política es una conquista de la civilización. El ciudadano se organiza democráticamente a través de partidos políticos para buscar la estabilidad y el progreso social. Se ha dicho que la principal misión de los partidos es la de orientar el caos que supone el ejercicio de la voluntad popular. Un funcionamiento correcto debe convertir a estas organizaciones en representantes legítimos de grupos de intereses con el fin de satisfacer las necesidades del pueblo. Por eso la democracia exige que la sociedad participe al máximo en las tareas políticas. El acto supremo de participación de la ciudadanía son las elecciones, donde se ejerce el derecho de sufragio.  

El sistema de partidos políticos ha sido objeto de críticas en todos los tiempos. En nuestros días, las críticas se han vuelto más acerbas. Es claro el divorcio entre partidos políticos y sociedad. La contradicción reside en que las organizaciones políticas muestran un funcionamiento demasiado rígido, donde los ‘aparatos’, lejos de servirse de prácticas democráticas, se convierten en verdaderas autarquías. 

Un paradigma de la pérdida del respeto y de la lealtad que debe tenerse con los votantes se confirma en las campañas electorales. Ejemplos jugosos los hemos vivido en los últimos comicios. Se ha evidenciado que cada día importa menos la ética. Siempre se ha constatado que el compromiso que debe asumirse con los programas electorales se respeta poco. Pero ahora llegamos a comprobar que ya ni siquiera se hacen promesas en las campañas. Se recurre a la práctica de transmitir meros eslóganes vacíos de contenido, en la mayoría de los casos en forma de tuits dirigidos a denigrar a los contrarios. 

La ideología de los partidos ya no se plasma en los programas electorales. Ni participan en su redacción los militantes. Se recluta a mercenarios para que, de forma astuta y subrepticia, confeccionen una campaña publicitaria para vender ficticias bondades de los líderes. El resultado es que se trata a los ciudadanos como seres de entendimiento corto. Sabemos que los políticos nos van a mentir con sus promesas electorales, pero lo menos que podemos pedirles es que nos mientan con inteligencia, que sean sutiles en sus promesas y que no nos traten como débiles mentales. 

Se constata de forma creciente una asimetría moral en casi todos los líderes. Se obvian o se empequeñecen las faltas propias y se magnifican las del contrario. La mentira y la hipocresía es un pecado que no se asume. No sé si es peor la corrupción o la falacia que existe ahora.  

La presencia de ministros en la manifestación del Primero de Mayo resultó un mero postureo. No se acaba de entender que alguien proteste contra el Gobierno del que forma parte. Se apoya o encubre la violencia y, sin embargo, sin el menor rubor se imputan actitudes violentas a los adversarios políticos. Se critica la desigualdad social y nos enteramos de que hay dos clases de ricos: los malos, aquellos que no son de mi partido, y los buenos, que son los de mi partido. Se canta a la libertad, pero no se nos explica que para ser libres socialmente antes debemos ser libres económicamente. No se nos ofrecen soluciones concretas a nuestros problemas, y sin embargo cínicamente se nos pide cínicamente el voto. No hay duda, las campañas electorales se están convirtiendo en un perfecto ejemplo de esquizofrenia política. 

La regeneración política y la calidad democrática exigen comportamientos leales de los agentes políticos en todo momento, pero en especial en los periodos electorales. Los directores de campañas deben comprender que por muy desprestigiada que esté la política, nunca deben soslayarse los cánones éticos. No se puede minusvalorar a los electores. Los votantes no se equivocan nunca. Al fin de cuentas, las campañas electorales son como el mercado donde se venden ilusiones. Y lo que no convence no se compra; no se vota. 

*Catedrático de la Uex