Obcecadísimo, echaba pestes por su boca adornada con un frondoso bigote negro azabache, que dejaba ver su mascarilla apoyada en su barbilla, contemplando la figura ecuestre del gran Hernán Cortés al inicio de su avenida, porque consideraba, a pie juntillas, que los enormes «globos» color naranja que se apretaban en la gran estatua, significaban, sin duda alguna, que las elecciones catalanas primero y las madrileñas después habían dejado al ya maltrecho partido de «Ciudadanos» a los pies de los caballos. Y lo mismo que el conquistador extremeño no pensaba apearse de su cabalgadura, él no se iba a apear del burro de que aquello suponía una afrenta clara a la situación de vacas más que flacas en la que se encontraba ahora su partido. Añadía, a voces, que no entendía cómo se permitía semejante mofa, disimulada en la excusa de que aquello era arte, arte moderno. Esgrimía, además, el argumento de que ya, «a cualquier cosa llamaban arte»

Intentaba tranquilizarle un señor con gafas de pasta negra, bien trajeado, esbozando una media sonrisa, como haciéndonos ver a los que nos arracimábamos allí, observando atentos aquella contienda, que aquel señor que tanto vociferaba en contra del adorno con que aparecían algunos monumentos de la ciudad, enseguida comprendería y se avendría a razones. Le decía que, antes de criticar algo, debería informarse de la razón por la que se hacen las cosas para poder entenderlas mejor y, si luego se tienen que criticar, hacerlo, sí, pero con la suficiente información para poder argumentar con criterio acertado y justo. Y en los momentos en los que el airado y ofuscado señor se lo permitía, le hacía ver que «aquellos globos color naranja» no estaban sólo a los pies del caballo del gran Hernán Cortés, sino también adornaban otros monumentos de personajes de la ciudad. Y que aquello nada tenía que ver con ningún tipo de burla hacia su partido político, ni mucho menos.

Y, cuando hablaba el señor de gafas de pasta negra, se le notaba con información suficiente para tranquilizar a quien, aquella mañana, se sentía tan artísticamente ofendido. Y la prueba evidente de que el artista consigue el objetivo que persigue con su arte, decía, es precisamente que la presencia de los monumentos que ocupan las ciudades sean motivo de nuestros argumentos cotidianos, como ahora lo estaban siendo. Los monumentos de nuestras ciudades, añadía con propiedad, acaban siendo figuras inertes, que no hablan, ni se mueven, y ello propicia que nos acabemos acostumbrando tanto a que estén ahí, que apenas si nos percatamos de su presencia. Pasamos a su lado a pie, o en coche, o en autobús y ni los miramos siquiera.

"Acaban siendo figuras inertes, que no hablan, ni se mueven, y ello propicia que nos acabemos acostumbrando tanto a que estén ahí, que apenas si nos percatamos de su presencia"

Al menos, los árboles de la ciudad cambian el tono del color de sus hojas y aparecen vestidos y desnudos a lo largo del año. De alguna manera, nos hacen reaccionar cuando cambian su atuendo en las distintas estaciones. Nos alegran cuando vemos que nos anuncian la primavera con sus flores, o hacen que nos pongamos tristes cuando tiñen su vestimenta de color ocre para avisarnos de que pronto llegará el invierno.

Sin embargo, ellos, los modelados en bronce, siguen fríos en su pedestal, sin inmutarse siquiera. Su actitud inerte hace que nos acostumbremos tanto a su presencia que acaban pasando desapercibidos por todos. Y así todos los días, hasta que una mañana, alguien, con unas enormes boyas naranjas, da voz a los colosos sin vida que ocupan las calles de nuestra ciudad para recordarnos que están allí, que siguen allí y que nos acompañan a todos con su vetusta presencia.

Quizás sería preciso que, en esta nueva situación que ahora vivimos, ocultos todos tras una máscara de color, aprendamos a utilizar nuestros ojos para mirarnos y poder, también, comunicarnos con ellos.

*Exdirector del IES Ágora de Cáceres