Llevamos semanas tratando de deshacer la casa de mis padres, un espacio familiar que en los últimos veinte años se había convertido en la casa de la abuela, en la que todo seguía igual y a la que únicamente se fueron sumando fotos y recuerdos de los nietos, desórdenes de sus juegos en las tardes de sábado y regalos guardados con mimo y muchas veces sin estrenar.

Ahora que ella también se ha ido y nos tenemos que enfrentar definitivamente a deshacer la casa, no esperamos encontrar secretos, «puentes de Madinson» en sus cajones, si acaso un pudoroso camisón de bodas apolillado en el fondo de la cómoda.

Todo forma parte de una vida previsible, entregada en cuerpo y alma a los hijos en un amor que nunca se verbalizó porque entonces no se practicaba eso de decirle a los tuyos la evidencia del «te quiero».

En ese bucear de armarios ajenos, aunque sean los de tus propios padres, lo primero que te das cuenta es que te enfrentas a otro mundo en el que nada era de usar y tirar y la obsolescencia se conjuraba con remiendos y arreglos más o menos audaces.

Pero lo verdaderamente importante en este viaje por el tiempo, lleno de melancolía, es que te hace descubrir que «el olvido que realmente seremos» será el amor que dejamos, en el caso de mis padres materializado en la importancia que le daban a todo lo nuestro, las tarjetas de vacunación, conservadas a buen recaudo, o a las notas escolares guardadas como un trofeo que se revalidaba año a año.

Todo en la casa refleja esa obsesión de mi padre por darnos lo que él más anhelaba, haber podido estudiar, desde las primeras enciclopedias del salón, que ahora ya nadie quiere, ni siquiera las bibliotecas, a todos los libros que fuimos almacenando cada uno en nuestras habitaciones o los títulos universitarios que él enmarcó. 

En ese hilo conductor de la memoria, aparecen cosas inservibles pero que reúnen los recuerdos de toda una vida, como los trozos de tela, los botones o las puntillas que mi madre atesoraba y que te permiten hacer un recorrido por abrigos y vestidos, por fiestas y celebraciones, por ilusiones y hasta por desengaños.

Su habitación de la costura aún conserva parches y rodilleras como testimonio de una infancia que se vivió en la calle y en la que solo estábamos convocados a permanecer quietos frente a una pantalla en momentos muy puntuales, como el «Un, dos, tres» de los viernes por la noche; las películas de Tarzán , los sábados por la tarde; o «La casa de la pradera», en la sobremesa del domingo.

También te hacen recordar que entonces los niños éramos recaderos consumados y «muestrita» en mano nos tocaba hacer cola con la lección bien aprendida de que nadie se te colase, sobre todo después de que mi hermana se hubiese pasado una mañana entera en una mercería y no la viesen hasta que todo se despejó cuando ya iban a cerrar.

Y si nuestra infancia y nuestra vida se puede recorrer emocionalmente en la habitación de la máquina de coser de mi madre, los recuerdos de mi padre aparecen de sopetón en cualquier cajón en forma de cuartilla vieja en la que puede estar apuntado desde lo que nos costó el último televisor que compramos hasta detalles de los pocos viajes que hicimos.

En estas notas manuscritas mi padre siempre daba lo grande por sabido: monumentos, ríos, océanos, y prefería ir al detalle más desconocido que podíamos llegar a olvidar, como el nombre de un afluente, de cualquier playa sin fama o de calles secundarias que por algún motivo llamaban la atención. Él era nuestra memoria RAM más familiar y más peculiar.

El piso no puede permanecer anclado en el tiempo. Toca deshacerlo con toda la añoranza que acarrea, pero también con el convencimiento de que las sensaciones de ese hogar, los anhelos e ilusiones cultivadas por mis padres, no desaparecerán mientras nosotros vivamos y nuestros hijos puedan recordar con inmenso cariño el calor de la casa de la abuela, siempre dispuesta a acogerlos y a celebrar la existencia de una familia con pasteles y bombones.

«Ya somos el olvido que seremos. El polvo elemental que nos ignora», escribió José Luis Borges en ese poema que Héctor Abad Faciolince encontró en el bolsillo de su padre, el médico y activista Héctor Abad Gómez, el día que los paramilitares lo asesinaron en Medellín (Colombia) y que da título a un libro y a una película que nos deja bien claro que solo seremos olvido cuando quienes nos quisieron ya no puedan recordarnos. Mientras tanto, somos el amor que dejamos.

*Periodista