Ha bastado que el ministro de Consumo, Alberto Garzón, haya tachado en The Guardian a las macrogranjas españolas como no sostenibles para que se alcen miles de ciudadanos dispuestos a dar su veredicto sobre la viabilidad o no de este modelo de ganadería. Ciudadanos que no han visto un cerdo más que en fotografías (tal vez el propio Garzón sea uno de ellos) se sitúan firmemente a un lado u otro de la polémica. No es que el tema les preocupe demasiado a la mayoría de ellos, es solo que no pueden perder la oportunidad de hacer lo que más nos divierte a los españoles: formar dos frentes levantiscos y lanzarnos al ruedo. Y así las cosas, los mismos que ahora atacan a las macrogranjas las defenderían si la polémica viniera fomentada no por Garzón, sino, pongamos, Ayuso o Espinosa de los Monteros. Y viceversa. 

Todos los debates sociales que se producen en este país vienen viciados de origen por las filias y fobias políticas de quienes se lanzan a ellos de cabeza, sin sopesar qué pueden aportar a la discusión o si tienen el suficiente conocimiento como para defender sus argumentos, llegado el caso, ante un verdadero especialista. 

Siendo yo también neófito en la materia, a lo más que me atrevo es a aventurar que la polémica de la semana es una media mentira –o una media verdad, si se prefiere– dicha con la habitual inoportunidad de un ministro de cuota, un metepatas profesional, y que va a servir solo para azuzar el avispero de Twitter y, de paso, restar méritos a la ganadería española, para alegría de sus competidores. 

Habría que pedirles a los políticos españoles –de izquierda y de derecha– que se abstuvieran de mover el árbol de la discordia con tanto afán, día tras día, y trataran de solucionar los problemas de un país que sigue manteniendo la mayor tasa de desempleo de Europa. Pero eso sería pedir milagros en una nación cainita como la nuestra. 

* Escritor