Por fin termina enero, ese mes frío y antipático en el que nos toca subir una empinada cuesta en todos los sentidos para redimir nuestros excesos navideños.

Es en enero cuando nos enfrentamos sin piedad a nosotros mismos, porque, disfrazado de buenos propósitos, el primer mes del año nos pone frente a frente de nuevo ante esos kilos que no terminamos de perder o ante ese inglés que nunca aprenderemos.

Encima, para añadir mayor padecimiento a nuestra escalada hasta llegar al 31 de enero, seguimos conjugando el alfabeto griego en una pandemia que nos tiene ya absolutamente agotados.

Ómicron y su inmenso poder contagiador nos ha cercado en este mes con una ofensiva desbocada que ha vuelto a pillar desprevenidos a todos, como Aníbal a los romanos.

El consejero de Sanidad, José María Vergeles, con unas ojeras que le llegan hasta la barbilla, ha reconocido que aunque contaban con que el virus muta, nunca podían esperar una sexta ola así, lo que abre, muy a mi pesar, todo tipo de escenarios, aunque ya se hable de endemia y de un nuevo término acuñado por los políticos, el de «gripalización», que, en mi opinión, suena realmente mal, pues parece aludir más al verbo gripar que a la enfermedad gripe.

En este mar de incertidumbre pandémica en el que nos ha tocado sortear olas de imprevisión hay una certeza que los epidemiólogos no se han cansado de repetir desde que aparecieron esas tablas de salvación que fueron las vacunas: o la inmunización llega a todos los países del mundo o nos arriesgamos a que puedan surgir nuevas variantes que vuelvan a poner en jaque al planeta, por mucho que los ricos se inyecten dosis y dosis de refuerzo.

El siglo XXI es el de la globalización y por tanto requiere de estrategias globales para enfrentar problemas también globales, como las pandemias o el cambio climático. De nada sirven las trincheras en este tipo de guerras, «o nos curamos como equipo o morimos como individuos», tal y como proclamaba Al Pacino en la película ‘Un domingo cualquiera’ de Oliver Stone.

En medio de debates como este, vitales para la humanidad, y mientras los profesionales sanitarios están exhaustos, hemos tenido que asistir a un cansino culebrón que ha copado portadas y ha abierto telediarios, el del tenista Novav Djokovic y su comportamiento caprichoso de niño mimado, que tiene la libertad de no vacunarse pero tendrá que asumir que esto tiene sus consecuencias, como lo tiene el hecho de mentir en los formularios de entrada a un país.

Pero, para rizar más el rizo con la que está cayendo, también ha sido noticia en este primer mes del año el despeinado Boris Jonhson y sus fiestas en el número 10 de Downing Street mientras él mismo establecía restricciones para todo el Reino Unido.

El comportamiento de Jonhson podría dar para escribir un tratado de individualismo de alguien que gobierna lo colectivo, pues no le dio importancia al virus hasta que no se contagió y lo pasó realmente mal, pero, una vez inmunizado, se lanzó sin pudor a las «fiestukis» de los viernes a pesar de los confinamientos que él mismo había decretado.

Frente a tanto comportamiento incívico, reconforta la mesura de nuestros niños que han demostrado durante toda la pandemia su responsabilidad y su resiliencia, ese término tan de moda que ellos fueron los primeros en practicar cuando tuvieron que encerrarse en casa y ahora han vuelto a demostrar mientras se vacunaban o contagiaban en este destemplado mes de enero.

Ellos han llevado la mascarilla durante toda la jornada escolar; han permanecido con las ventanas abiertas y los abrigos en clase; han cumplido con todos los protocolos habidos y por haber; y se han vuelto a recluir en casa para hacer cuarentena ahora que ómicron, en medio de su vacunación, ha atacado a diestro y siniestro en esta guerra sin cuartel de contagios.

 Se acaba enero que, aunque este año ha estado lleno de cielos azules y de sol de la infancia, nos ha puesto más difícil la cuesta con esta nueva embestida del virus sin más armas que los autotest de antígenos y nuestra propia responsabilidad. Hemos pasado de que nos impusiera todo por decreto, hasta la infinita soledad de nuestros muertos en su adiós definitivo, a la total libertad individual para hacer frente a una pandemia que, aunque mata mucho menos, sigue sumando muertos y ha colapsado el sistema de salud desde su puerta de entrada en la Atención Primaria.

Ahora, encima, para rematar, llega ómicron «silenciosa» mientras suenan de nuevo tambores de guerra, de la de verdad, en la vieja Europa. Incomprensible, intolerable, delirante, triste, muy triste.  Arrivederci enero. 

*Periodista