Estaba leyendo a Feliciano Correa cuando me llegó la noticia de lo de Valdecañas. Así, de golpe, como desahuciándonos de la esperanza. Otro hito en el descenso a los infiernos de una tierra maldita.

Cuando visité aquello me deslumbró. Acostumbrado a tanta cochambre, me resultó esplendoroso. Algo propio, para Extremadura, de un tiempo nuevo. Un sitio para gente acomodada, que bienvenida sea. Ricos, riqueza... y su coda natural, trabajo. Trabajo en una comarca condenada por siglos a la miseria. Valdecañas es una obra magnífica del ser humano. Al menos eso pareció a mis ojos.

¿Qué había allí antes? ¿Qué ha dejado de haber para que se justifique la demolición de esa obra faraónica? ¿Qué aves han desaparecido que no sigan volando? ¿Qué árboles? ¿Los eucaliptos que se talaron? ¿Qué extraño brebaje hemos bebido para perder así el entendimiento? Y no me refiero a los jueces. Los jueces aplican las leyes que otros aprueban. ¿Qué leyes son esas que tanto nos maltratan? ¿Quiénes los que las aprobaron?

Esas son las preguntas. Lo demás son certezas. Extremadura sigue viajando en el furgón de cola en casi todo. La Extremadura de ahora. La Extremadura del paro. La Extremadura que sigue teniendo que emigrar. Esta Extremadura que asoma como si fuera aquella otra que fue (y, en verdad, sigue siendo). Valdecañas es la más firme acusación que pesa sobre esta tierra. Pretender su derribo es delirante, aquí y en la Conchinchina, pero aquí más porque aquí necesitamos no una, sino muchas Valdecañas. El descomunal despropósito de derribar una ciudad entera es, sin duda, un crimen gravísimo.

Derribar Valdecañas es derribar la esperanza. Y, de paso, ahuyentar a todo aquel que quiera invertir en Extremadura (una región en que las licencias que conceden sus administraciones no valen ni el papel en que se imprimen). Y los ricos se irán y, con ellos, la riqueza. Y quedarán los ripios y el paro. Y los cuatro eucaliptos que bañaba la ribera del pantano. Y todo por culpa del virus de una ecología mal entendida. Por culpa de cuatro charlatanes de feria cuyas paranoicas doctrinas han gangrenado a la misma administración pública. Que nadie olvide que las normas que han hecho posible (y obligada) la resolución del Tribunal Supremo las ha dictado la Junta de Extremadura. Porque aquí hay más de un culpable que no va a correr con los gastos de demolición, ni con los del acondicionamiento posterior, ni tampoco con el pago de las indemnizaciones. Ese dinero va a salir del bolsillo de todos los extremeños. Incluidos esos cientos que van a perder el empleo porque antes otros perdieron la cabeza.

Pero, al mismo tiempo, entre lágrimas, Valdecañas es una oportunidad soberbia para mirar al sol de nuestro destino. Para preguntarnos qué queremos hacer con Extremadura. Nosotros, los extremeños. Porque puede que deseemos anclar nuestro futuro al pasado, que hayamos renunciado a ser como los demás. Puede. O puede que no. Puede que aún haya esperanza de otra Extremadura. Quizá sea la ocasión propicia para decidir cómo entender el territorio y, con él, cómo entender el futuro. Mora Aliseda, por ejemplo.

Ojalá en algún recodo del proceso sea posible salvar la razón… y Valdecañas. Ojalá. Razones de razón, de esas que te inundan de luz los ojos frente a las letras del disparate domiciliadas en las oscuras páginas del DOE. Ojalá.

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Y sigo leyendo “La columna invertebrada” de Feliciano Correa… “En Extremadura, pariente pobre del centralismo, aún crece mucho tomillo y magarza, y el aire de nuestras dehesas, puro y pobre, solo sirve para soplar parvas aventadas por manos cansadas” Lo escribió en 1982. Y sigue siendo cierto.

*Abogado