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La chorrera

José L. Aroca

Valdecañas y el bien común

Ha quedado clara la ilegalidad, el error jurídico, que significó la aprobación del PIR

El Tribunal Supremo acaba de dar un mazazo, posiblemente inesperado, que ordena derribar todo lo hecho y por hacer en la urbanización Marina Isla de Valdecañas, y contradice lo decidido hace un par de años por sus compañeros de lo contencioso-administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Extremadura.

La noticia es de alcance nacional, y así está siendo tratada, por cuanto maneja dos elementos importantes, que son en primer lugar si en este país se pueden derribar hechos urbanísticos ilegales consumados.

Y en segundo, si el Gobierno de la comunidad autónoma más desfavorecida y necesitada, como es esta, es justo que tenga que gastarse no menos de 145 millones de euros en demoliciones e indemnizaciones, en una operación que además dejará sin empleo permanente a 150 personas en la región con más alta tasa de paro, y en una de las provincias, Cáceres, que más se está despoblando de España.

Después de varias sentencias en tres instancias, el Tribunal Superior de Justicia de Extremadura, el Supremo, y el Tribunal Constitucional, ha quedado clara la ilegalidad, el error jurídico, que en su día significó la aprobación de un proyecto urbanístico de interés regional (PIR) para esta urbanización, un error que no solo atañe al Gobierno de aquel entonces sino a toda la representación política y soberana de los extremeños puesto que tanto PSOE como PP avalaron en el Parlamento regional el proyecto.

El PIR se aprobó en 2007, y con toda legitimidad, y razón a la vista de las decisiones judiciales sucesivas, dos organizaciones ecologistas se opusieron a que prevaleciera una resolución política amparada en norma jurídica de menor valor que la legislación ambiental europea y española que declaraba a la isla parte de una zona de especial protección de aves (ZEPA) dentro de la Red Natura 2000; 130 hectáreas de un total de 8.000 protegidas.

En 2010 empezó a funcionar el complejo, y al año siguiente el Tribunal Superior de Extremadura lo declaró ilegal. Gobierno y oposición, socialistas y populares, intentaron remendar legalmente el asunto y en marzo del año siguiente, 2011, aprobaron en el Parlamento autonómico una modificación de la ley del suelo de Extremadura (Lesotex).

Un pleno parlamentario en el que hubo una importante discordia: Tomás Martín Tamayo, miembro de la Mesa de la Asamblea de Extremadura por el PP, abandonó el hemiciclo antes de la votación por estar en desacuerdo. Pero aquello no coló, la modificación legal a posteriori fue tumbada por los tribunales.

El meollo del asunto fue cuando el Tribunal Superior extremeño tuvo que entrar a fondo y decidir en qué se concretaba la orden de derribo. Un organismo del CSIC, la estación de Doñana, pugnó por la demolición total, aunque también dictaminó que lo construido no perjudicaba al medio ambiente, y la interpretación de los jueces de Cáceres pareció ponderada, una salida más o menos digna para todos, y sobre todo útil para Extremadura: derríbese lo iniciado, y consérvese lo terminado y en uso. Dejando claro que fue un error jurídico de Junta y oposición, se salvaban empleo y riqueza generados, y no se sometía a una Hacienda autonómica necesitada a tener que tirar a la basura 145 millones de euros.

Es entendible que el Supremo, situado en el escaparate judicial, se atenga solo al literal jurídico y deje la ponderación ley/interés social a la instancia siguiente, el Constitucional. Pero derribar lo construido, eliminar empleos, y detraer 145 millones de la Hacienda extremeña, no sirve desde ningún punto de vista al interés social ni al bien común, que a la postre es el resultado de la resta entre beneficios y perjuicios.

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Podríamos llegar al disparate judicial de dictar una ruina en Extremadura, pero permitir que siga en pie, y desde hace muchos más años, el esqueleto del hotel a medio hacer en la playa virgen del Algarrobico en Almería.

*Periodista

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