El Periódico Extremadura

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MARIAN ROSADO

La felicidad

Estado de grata satisfacción espiritual y física. Esa es la primera definición que da la RAE sobre la palabra «felicidad». Ahora que toda la vida parece pasar por las redes sociales y por la última polémica que genera tantos clics rápidos como olvido instantáneo, surgía un vídeo de la primera ministra finlandesa, Sanna Marin, de fiesta.

Varias cosas llaman la atención de este asunto que en realidad es la no noticia porque cuál es la novedad de que una persona joven trate de pasárselo bien en su tiempo libre. Para mí, ninguna. Y si había bebido de más, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. 

¿Tufo machista? Probablemente. Como siempre. Pero algunos apelan al «derecho a la felicidad», al «derecho a la diversión» o incluso a la «alegría» de la mandataria y, deduzco, por ende, de todos los seres humanos. A riesgo de ser aguafiestas, no hay ninguna ley o tratado que recojan estos derechos. Existe el derecho a la vivienda, a una vida digna, a la no discriminación... Pero en una sociedad en la que la mayor parte del tiempo estos derechos recogidos no se cumplen, se reivindican otros como si estos sí fueran derechos humanos. 

Cada vez más, imbuidos por una suerte de ‘espíritu Disney’ se reivindican deseos individuales como si fueran necesidades colectivas. Se confunde la realidad material con los sentimientos. Y en medio de esa confusión se reparten buenas intenciones con la misma facilidad que se dificulta el acceso a los bienes básicos. 

Los cantos de sirena. Ahora fúnebres por el invierno que se aproxima y que --nos machacan por todos lados-- será duro. Falta añadir que para unos más que para otros.

Qué suerte que la culpa sea externa. Con el villano bien señalado en Moscú la élite política y económica puede dormir tranquila. De esa élite es parte Sanna Marin, la del baile de marras. A la que la opinión pública conoce más por su ánimo fiestero que por el de romper la neutralidad de su país y meterlo en la OTAN, sin que medie un referéndum de por medio. Sería lo razonable en una sociedad que se presupone democrática. Quedará, al menos, ese «derecho a la felicidad».

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