Eranse una vez dos niños adoptados por una señora. Uno era un poco enredador, de carácter pronto y abrupto, que no se caracterizaba por su prudencia, un tanto descuidado en todas las formas, tanto en las del vestir como en las del decir. El otro era su cara opuesta. Atildado, medidor de sus palabras, un poco celoso y pagado de sí mismo. Tenían frecuentes encontronazos por naderías como sucede entre niños. Un día Santi le dijo a Felipín: "Eres un enreda. Mamá te consiente todo y encima te da a ti más paga". Felipín se enfadó más de lo acostumbrado: "¡Lo que me ha dicho!", y salió corriendo en busca de su madre. "Mami, mira lo que me ha dicho el Santi". La mami trató de quitar hierro al asunto, como suelen hacer las madres. "Ya sabes cómo es tu hermano. En el fondo es buena persona y te quiere, aunque se le va la fuerza por la boca. No te preocupes y olvídalo".

Pero Felipín no podía quedarse conforme con esas palabras. "¿Es que me vas a tratar igual que al Santi?". Y la madre, que quería seguir siendo madre, le dijo: "Los dos sois mis hijos, mamáis de mis ubres, yo os mantengo, estáis donde estáis porque yo os he traído a este mundo. Os quiero igual". A Felipín se le soltaron las lágrimas. No entendía que se le equiparara con el Santi, porque él era más trabajador y eficaz, y el Santi un enreda. Y entonces lanzó una amenaza: "Pues me voy de esta casa". La madre se sobresaltó e intentó convencerle de los beneficios de la adopción. "¿Dónde te van a tratar como aquí?". Felipín no quiso decirlo en alto pero pensó: "En casa de mis padres naturales que me estarán esperando con los brazos abiertos. A ver si te lees lo del hijo pródigo".