Los cacereños se acercaron ayer a la ermita de los Mártires para celebrar una tradición felizmente recuperada. De esta manera, el Paseo Alto vuelve a tener protagonismo. Muchas horas de mi infancia las pasé allí. Era llegar a los postes y comenzaba la libertad. La abuela te soltaba y podías corretear lo que quisieras, sin temer a los coches, que entonces no abundaban, pero asustaban mucho.

Subíamos la pequeña cuesta a la carrera para llegar a la bandeja, donde era posible cualquier clase de juego, comenzando por el fútbol. Fijábamos nuestra mirada en el soldado que se encerraba en la garita de vigilancia y de cuando en cuando escuchábamos el sonido de la corneta y a veces de la banda de música militar. Desahogados los primeros ardores era el momento de acercarse a la sartén no sin comprobar si los bancos de piedra que adornaban el camino eran consistentes.

A un lado y a otro la naturaleza en estado virgen se desparramaba por las laderas hasta el camino que rodea todo el parque. Nos asomábamos a las verjas del colegio de Auxilio Social y sin perder un instante nuestros pies estaban chapoteando en la fuente.

Si el paseo se celebraba durante la vacación de Semana Santa todo era más tranquilo, pues llevabas de acompañante al borrego adornado como un san Luis, con los madroños y las telas que había bordado tu madre y casi contabas los bocados de hierba que daba.

Otras veces ponías un poco de sal en tu mano y se la dabas a comer, pues decían que con esta práctica te seguiría hasta el fin del mundo. Antes de emprender el camino de vuelta era preciso coger algunas hojas de los grandísimos eucaliptos. Por la edad cambian las tendencias. Y un día la hierba se convirtió en tálamo y el paseo en aparcamiento de enamorados.