"¿Tiene la tarjeta descuento?" te pregunta sin mirarte a la cara. Le contestas y sin retirar la mirada de su odiada pantalla, y después de pasar a una velocidad de vértigo tus compras por el pichicuandi ese que pita cada vez que lee el código de barras, te vuelve a preguntar mecánicamente "¿Va a querer bolsa?". Ante tu afirmativa respuesta y de un latigazo, te arroja la bolsita de 3 céntimos de euro. Sólo si le das un billete de los grandes, es cuando alza sus ojos tristes, melancólicos y perdíos de una adolescente de diecipocos añinos, que por fin se cruzan con los expectantes tuyos, y te espeta en un tono casi implorante e inequívocamente hastiao: "¿No tiene un billete más pequeño?" Y es ahora cuando tú le respondes con indisimulada desgana porque es viernes por la mañana, porque ya vienes tupío del mercadillo en donde has tenío que lidiar con la listilla de turno que te suelta el archiconocido recurso sabido por los expertos en ir a la compra desde los doce años (¡gracias mamá!): "Uy, no me he dao cuenta de que estaba usted ahí" o el antiquísimo: "¡Es que llevo mucha prisa que he dejao puesta la olla!" y claro, la pobre criaturita de la caja a la que la encargá no le ha dejao cambio --porque no lo hay-- paga, sin merecerlo, tu semi mala leche del viernes matinal de compras. Mientras meto mis cosas en la bolsa, la observo y no puedo evitar sentir cierta lástima.Pero ese mismo viernes por la noche me la encuentro en un local de moda moralo de otra guisa. Está vestida como lo que es, una chavalina; está rodeada de su gente, y se mueve frenéticamente al ritmo que marca el pequeño de los Iglesias con su chica de ayer. Sus movimientos denotan desparrame y suelta de todos los sapos que entre todos la metemos durante la semana. Tentao estuve de saludarla; pero no: le hubiera recordao su otra vida y a lo mejor, le habría arruinao su noche.