Cuando me monté en el coche, rodeada de chicos de diferentes edades, un par de ellos marroquís, en ropa de deporte, apenas sabía dónde me dirigía. Victor Luengo me había prometido una sorpresa y mientras conducía su todoterreno en dirección Talayuela --allí recogeríamos al último de los chavales-- me iba contando muy por encima su labor deportiva y dedicación de años al atletismo. Tomamos una carretera estrecha, entre pinares que desprendían un olor agradable, y llegamos a un poblado de casas blancas, bajas e iguales donde una algarabía de niños nos recibió con sonrisas y voces llenas de alegría. Parecían llevar horas esperando ese momento. Nadie se sorprende ante la llegada de este hombre, que lleva muchos meses acercándose hasta este perdido rincón para pasar unas horas con ellos, ofrecerles su experiencia y afán por enseñarles que es necesario aprovechar las ventajas que la vida te ofrece, que hay que esforzarse y sin renunciar a las raíces, saber adaptarse a otras culturas y tomar aquello que pueda enriquecerles como personas. Era yo la que estaba verdaderamente sorprendida de encontrar esta acogida, de ver a esos pequeños dispuestos y deseosos de comenzar a correr detrás de su entrenador, a demostrar que tienen ganas de superarse, de hacerlo bien para recibir una palabra de felicitación, una alabanza, un consejo. Algunos de los mayores, preparados por Luengo, han participado en competiciones consiguiendo buenas marcas y son un ejemplo para los que comienzan, un incentivo importante. Los que se quedan conmigo, en espera de que llegue su oportunidad, me rodean. Me hablan algunos en un buen español, otros intercalan su idioma materno con el de este país que les acoge,o son tan pequeños que sólo observan curiosos, cargados por sus hermanas que como madres diminutas los cuidan y besan con ternura. Tienen unos rostros expresivos, de grandes ojos. Desaliñados y sucios tras los juegos posan para el objetivo de forma natural, espontánea.Es como estar en otro país, pienso, y miro la majestuosa sierra de Gredos que corona los secaderos con los colores del atardecer.UNA BODA MARROQU|í"Hay una boda|", me comenta una chica con una dicción perfecta tras lo cual me pide que le acompañe a una de las casas, donde me presenta a la novia y al resto de las mujeres. Amables y respetuosas me ofrecen asiento para que pueda ver las fotografías de la celebración en su lugar de origen, donde se refleja la ilusión de una familia que ha preparado con esmero un día tan señalado. El novio está en la calle. Ha venido de Marruecos para festejar nuevamente el matrimonio con los que no pudieron asistir. La recién casada tiene 23 años y luce orgullosa un bonito traje blanco con bordados dorados, las manos pintadas de henna, me enseña con satisfacción el paño que demuestra su virginidad y me expresa el significado que para ella ha tenido poder entregársela al esposo. Tiene ojos de enamorada y sus palabras desprenden romanticismo. Cuando los corredores llegan fatigados con Víctor a la cabeza nos preparan un té con pastas artesanales y en agradable conversación nos sorprende la noche. Muchas cosas que me han quedado grabadas de aquella tarde diferente. La educación e ilusión de los niños, la hospitalidad de los mayores, el reto de Víctor Luengo, que ha sabido ganarse la confianza de esta gente, extranjeros en tierra extraña, dialogar con los padres para que permitan a sus hijos desarrollar una actividad sana que les permita crecer fuertes y con la mente abierta a este otro mundo en el que viven. Nos despiden con una canción de campamento, mientras bailan al compás de sus voces. Gracias Víctor Luengo por este regalo. Espero haber sabido expresar no las alabanzas que tú no deseas por un trabajo que las merece, sino el espíritu que se respira en esa colonia del Baldío y la importancia que tiene saber entregar a los demás lo mejor de nosotros mismos. Qué mejor pago y compensación que la sinceridad de aquellas sonrisas.