Se acuerdan del Tamagochi? Por aquel entonces, los coloridos años 90, fue todo un 'boom' y apenas quedó un niño en el país que no invirtiera su tiempo libre en alimentar y asear a un bichito hecho de cuatro píxeles. Algunos expertos hablaron sobre los efectos perniciosos de aparatos así en detrimento de los beneficios de juegos más tradicionales como la peonza.

Apenas ha llovido desde entonces y hoy mi prima adolescente tiene más seguidores en el Twitter que yo. Para más inri, el otro día le tuve que preguntar a otro de mis primos, de doce años, cómo podía conectarme a Internet con mi nuevo móvil. Pestañeé y me he quedado obsoleto.

La semana pasada leí una entrevista de alguien que se jactaba de lo feliz que era por no haber nacido en la época de las redes sociales. Reconozco que a mí me pasa algo parecido, aunque mi sentimiento está más cerca del miedo que de la felicidad. Cuando veo a todos esos grupos de adolescentes tecleando frenéticos en el móvil, intentando ser aceptados en un entorno social enorme, tratando de parecer diferentes y parecidos al resto de sus amigos al mismo tiempo, continuamente expuestos, sin descanso, a un juicio público cada vez que escriben algo o suben una foto... Me agobio, empiezo a pensar que de buena me he librado y doy gracias a Will Smith por haberme acompañado en una década que ahora parece tan sosegada. Al menos todo parecía más sencillo cuando la única red social que debía chequear era el parque de Cánovas a las cinco de la tarde.

LOS SOCIOLOGOS están estudiando los efectos que todo esto va a tener sobre nuestros hábitos. Ya hay algunos resultados ("Los jóvenes que no usan las redes sociales están en riesgo de exclusión", cuenta un titular reciente), pero hasta que no pasen algunos años más no sabremos hasta qué punto estamos modificando nuestro cerebro. A nivel personal, cada día me cuesta más estar concentrado durante un período superior a diez minutos. La necesidad de 'refrescar' lo que está pasando delante de mí, de solicitar continuamente más contenidos o de simplemente bajar con el ratón para que ocurran cosas nuevas está acabando con mis nervios. Tengo pesadillas en las que los libros del futuro tendrán 20 páginas y estarán compuestos por capítulos de 140 caracteres, porque no seremos mentalmente capaces de procesar una información más elaborada.

Es cierto que estamos desarrollando otros aspectos positivos, como el llamado 'multitasking', o poder hacer varias cosas a la vez sin que el resultado se vea muy afectado. Pero eso no está solucionando el típico síndrome de "qué venía a hacer yo a la cocina". A veces se me olvida que había encendido el ordenador para contestar un email importante, y me descubro a mí mismo viendo fotos de un antiguo compañero de clase con el que hace meses que no hablo o leyendo un artículo en una web americana sobre las fluctuaciones de los mejillones en el río Hudson.

QUIZAS ES una reacción normal. Temor a lo desconocido y aun más a quedarse atrás. La necesidad de que el entorno no cambie, porque ya nos habíamos adaptado a él. Probablemente le ha pasado a todas las generaciones. En su momento, la gente vio con malos ojos inventos como la imprenta, que incluso llegó a estar prohibida o limitada.

Lo cierto es que sin Internet muchos de los movimientos que se han sucedido en los últimos años no se habrían podido dar. La capacidad de organización, debate e intercambio de ideas que proporcionan estas plataformas fueron claves en movimientos como el 15M o las primaveras árabes.

Las redes sociales también favorecen que la cultura no esté solo en unas pocas manos y que las noticias incómodas lleguen por otros cauces hasta nuestro conocimiento. Además funcionan muy bien como desahogo vital y son una forma sencilla de alimentar nuestro ego y autoestima en una sociedad donde los grupos sociales tradicionales están en retroceso.

El problema aparece cuando empezamos a preferir un WhatsApp a una conversación con la persona que tenemos enfrente. Caemos en la temible dictadura del 'megustariado', donde nuestra vida requiere de la aprobación constante e inmediata del entorno. El progreso es imparable y necesario, pero quizá pueda venir bien detenernos de vez en cuando para coger aire y saber hacia dónde nos están llevando todos estos adelantos.