Puedo imaginarme la cara de sorpresa que pondrán las centrales de compra de los fabricantes de automóviles cuando comprueben que han de dirigir sus encargos a una ciudad de la que lo ignoran todo, situada en el oeste de España, sin conexión física con las grandes rutas comerciales y sin tradición alguna en el mundo de la industrialización. Mayor sorpresa deberá haberse apoderado de las empresas dedicadas a la fabricación de componentes de piezas para automóviles cuando hayan comprobado que en una empresa de Cáceres se solucionaban los problemas que ellos no habían podido lograr, que incluso muchos habían tenido que cerrar y que se sentían incapaces de competir con unos tipos de Cáceres.

A muchos les parecería un milagro. Sin embargo Catelsa, hoy Hutchinson, no es un milagro. Es el resultado del esfuerzo, la innovación, la lucha por la excelencia, la inteligencia, la voluntad, el saber estar abiertos a los cambios, poseídos por la pasión por los desafíos. Aunque la idea primitiva partiera de un vasco no cabe duda de que se debe a cacereños y ha de llenarnos de orgullo que hoy millones de automóviles monten componentes no solo fabricados aquí sino diseñados y patentados por nuestros paisanos, lo que les permite exportar tecnología.

Esta empresa no solo brilla por su vertiente industrial sino porque ha sabido transformar a obreros sin cualificar en expertos en fabricación de complejos aparatos de la más alta tecnología, y ha convertido un centro de trabajo en una familia, ejemplo de relaciones laborales. Naturalmente, hay nombres detrás de esta gran historia y los quiero recordar con el que a mi parecer es el alma de ella, Marcelo Muriel. ¿Qué sucedería si en Cáceres hubiera unos cuantos como él, como ellos? ¿Por qué Catelsa ha sido posible y no otros? Creo que la historia de Catelsa debería ser objeto de estudio preferente en las escuelas e institutos de Cáceres y Extremadura, y no me extraña que ya lo sea en las escuelas de empresariales.