El próximo 1 de abril se cumplen 80 años del fin de la Guerra Civil Española, un episodio que se pretendía cerrar aquel sábado de 1939, con un lacónico «la guerra ha terminado». Nada más lejos de lo que sería la realidad que le tocó vivir a la población civil durante la larga y triste posguerra. Sí atrás quedaban cientos de miles de muertos, tanto en trinchera como en paredón, lo que quedaba por venir en años sucesivos también acabaría con vidas, con demasiadas vidas, por los efectos del hambre y la miseria, que como siempre afectarían, de manera especial, a los que menos recursos tenían para campear tiempos de racionamiento, escasez y especulación.

Conservo los testimonios que un grupo de ancianos, alumnos del Taller de Historia Oral de la Universidad Popular, me proporcionaron hace varios lustros donde me contaron sus recuerdos de la posguerra, de manera especial los relativos a la primera etapa del franquismo. Muchos de ellos han fallecido, pero nos han dejado sus vivencias como testigos activos de su pasado y de su memoria.

Domingo, se había casado en 1947 y el mayor regalo que recibió de unos tíos suyos el día de su boda, fueron dos sacos de harina, que era un tesoro para mitigar el hambre. Ya no tendría que comprar pan blanco que proporcionaban estraperlistas venidos de Sierra de Fuentes, aunque siguió acudiendo al comercio de la señora Catalina en la calle Caleros para suministrarse de garbanzos y poco más con la cartilla de racionamiento. «Menos mal que el vino no estaba racionado», destacaba Domingo. Primi, se había casado en 1941 y tuvo cartilla de racionamiento hasta su desaparición en 1952. Según contaba, el pan era negro, fabricado de harina de maíz y salvado y los desayunos eran a base de achicoria endulzada con sacarina, pues al café y al azúcar le llamaban «la pareja invisible» por lo difícil que era adquirirlos por vía legal. Sebastiana, pertenecía a una familia de carniceros, por lo que pudo esquivar el hambre cambiando carne por pan blanco. Recordaba cómo se tostaba la cebada para hacer café o las largas colas que se formaban para el cambio de los cupones de racionamiento por comida, en el comercio de Román en la calle Peñas y de pan en la Rumalda, también en la calle Peñas. La comida más normal era el puchero de garbanzos, que se acabaría por convertir en el menú forzoso de los pobres. Luna, había nacido en Madrid y llegó a Extremadura al poco de acabar la guerra, en su memoria habitaban tanto las imágenes de un Madrid asediado y hambriento, como de una Extremadura de prohibiciones y lutos. Recordaba que comprar dos panes blancos de estraperlo costaban 25 pesetas, y las patatas se pagaban a 6 pesetas el kilo, un capital para familias que, en el mejor de los casos, cobraban un jornal no superior a 5 pesetas/día. Ello exigía buscar remedios que en algunos casos pasaron por consumir la carne de las cigüeñas que habitaban los campanarios de la ciudad. Estos y otros testimonios nos pueden guiar por un tiempo difícil, al margen de la crónica oficial del momento.

Mientras una parte de la población padecía hambre y enfermedades gastrointestinales, que trasladaron a la tumba a miles de vecinos, el Ayuntamiento presumía, aquel 1 de abril de 1939, de tener un superávit de 883.122 Pts. y que por fin se iban a retirar los sacos terreros de la Plaza Mayor. Oficialmente la guerra había terminado, sus efectos se mantendrían durante demasiado tiempo.