El 2 de marzo acudía a este diario para relatar su calvario: «Sufro ansiedad por culpa del gamberrismo», aseguraba entonces Basilia Plaza Paule, una cacereña que narraba el periplo que está recorriendo para denunciar el botellón que hay frente a su casa. Ha acudido a la policía, al ayuntamiento, a los juzgados, al Defensor del Pueblo y no obtiene respuesta. Asegura que el médico le ha dicho que sufre estrés por esta situación.

Ayer volvió a hacer visible su queja. Basilia tiene 68 años. 39 de ellos lleva viviendo en la calle Islas Canarias de Cáceres, un mar de tranquilidad y sosiego hasta que se realizó la reforma del Parque del Príncipe. La zona se ha convertido en un lugar habitual de celebración del botellón. Hace dos fines de semana volvió la algarabía. Ella lo grabó con su móvil, como viene haciendo desde hace un año. «Me llamaron puta, zorra, chivata. Llevé un escrito al ayuntamiento pero no me hicieron caso», asegura.

En la mañana de ayer iba de nuevo camino al consistorio porque este fin de semana ha vuelto a ocurrirle algo parecido. «Dos grupos se peleaban por las novias. Sacaron piedras que había dentro de un contenedor y comenzaron a lanzárselas. Me aterroriza la inseguridad que vivo. Me han amenazado, me insultan y no sé cómo solucionar esto. No sé si coger a un abogado. Llamo a la policía nacional y me dicen que es cosa de la local. Cuando llamé a la local me atendieron pero luego, ante mi insistencia, no me cogían el teléfono», sostiene.

En marzo Basilia recordaba que los jóvenes «se van a beber debajo de un puente que hay más allá de mi casa. A su regreso saltan las vallas del parque porque a esas horas ya está cerrado el parque. Se ponen justo enfrente de mi dormitorio con la música a toda pastilla, gritan, discuten, a veces hay peleas...», decía mientras enseñaba un vídeo que había grabado ella misma en el que se veía a un grupo de chavales miccionando.

Uno de los problemas, según la vecina, radica en que se han instalado unas vallas de unas dimensiones tan bajas en el Parque del Príncipe que entran y salen a sus anchas. La afectada prefiere seguir ocultando su rostro por temor a represalias y está convencida de que esta situación se produce por la falta de vigilancia. «Saben que nadie les reprende y por eso vuelven todos los fines de semana», concluye.