Hoy es 21 de junio. Dice un refrán que este veintiuno es largo como ninguno. Otro dice, junio soleado y brillante, te pone de buen talante. Es verdad que ya hemos pasado algunas semanas de calor pero hasta ahora no ha llegado el solsticio de verano al hemisferio boreal, es precisamente hoy cuando el sol alcanza su posición más septentrional y los rayos caen perpendiculares al Trópico de Cáncer. Por eso, precisamente hoy, quiero hablarles de los días largos de los veranos, pero no de estos de ahora, sino de aquellos otros de niño de pueblo, de los de antes del gusto por las letras y las bocas, cuando llegaban los de Barcelona y con ellos los de Zumárraga, los franceses, los primos de Alemania, algunos regalos, y, a lo mejor, ese año, con mucha suerte, también el balón de reglamento que nunca cabía en las maletas. Entonces comenzaba el verano y el pueblo empezaba a transformarse, se veían llegar los coches aplastados por las bacas y las bicicletas, y todo empezaba a ser de otra manera y con más complacencia: los tomates con aceite y sal, el jugo de los melocotones, los pies descalzos, los cubos de agua en el corral, etcétera.

Los de Barcelona, y con ellos todos los otros, trajeron sin saberlo el ocio y la pereza. Ellos no tenían obligación de ir a la era, ni de madrugar para coger los higos con la fresca, tampoco tenían vacas que llevar a beber, sólo risas y juegos. Y se les veía gozar tanto en lo que hacían, que hasta te daba vergüenza interrumpirles el disfrute; pedirles, por favor, que dejaran de chapotear, que se apartaran un momento para que bebieran las vacas. Y es que cogían el pueblo con tal deseo, con tal júbilo y despreocupación, que se apropiaban sin reparos de la charca y de la plaza. Además, les avalaba el desparpajo y las modas; las traían ellos, los zapatos de zuecos, las minifaldas, las camisetas de tirantes, todo venía de allí y muchas veces envuelto en papel de regalo. También los primeros hombres en pantalones cortos y las primeras mujeres fumando, qué feo, decían en corrillos y por la espalda las mujeres del pueblo, está lo uno en los unos y lo otro en las otras.

PARA EL niño de entonces, en el debe de los de Barcelona, si acaso, únicamente el miedo a las avispas y aquel deseo tan ridículo y perentorio de montar en burro. Los mayores, sin embargo, tenían más reticencias, quizá porque con los veranos también llegaban los alardeos, el bálsamo de la Barcelona es bona, si la bolsa sona, las muchas pelas y las buenas colocaciones. Luego, en la intimidad de la casa, los tuyos ponían las cosas en su sitio, y tú aprendías a relativizar los éxitos de los otros y tu mala suerte. Aunque nunca del todo, porque dependiendo del grado de la impresión, se atenuaba el de la sospecha; una y otra eran inversamente proporcionales. Lo de menos es que la hija de tía María , que vivía en Francia, estuviera sirviendo; lo de más, lo único importante, es que vivía en un apartamento de un barrio rico de París, con las paredes y los suelos llenos de espejos y de alfombras, y además decía Avenue . Y, más incluso, regaba los geranios del patio de su madre con un vestido transparente por encima de la rodilla. Tú te asomabas a la verja, dabas los buenos días, y ella sonreía, ¡Qué mignoooon! , con "o" prolongada.

PORQUE entonces todo era prolongado. Los días eran tan largos, que se partían por la mitad, y después de la sandía, venían las horas interminables de la siesta, la prohibición terminante, inalterable, de salir de casa y su argumentario: una insolación, caen bichos en la cabeza, a estas horas sólo hay húngaros y pordioseros por la calle, etc. Yo no sé de dónde se sacaría mi madre aquella atribución tan descabellada para con los necesitados y los magiares, pero sí sé que esta maestría de cazar moscas al vuelo, sin el recurso de la goma ni el reclamo del azúcar, me viene de aquellas horas de siesta, en las que luego, agotado de subir por las franjas luminosas de polvo y sol (que dice Ada Salas en un poema), terminaba quedándome dormido. Eso también tenía su recompensa, porque luego por las noches no te entraba sueño y podías, mientras los mayores se sentaban al fresco, quedarte jugando hasta las tantas (de todos los juegos, el más excitante era el del cinto guardao y el caliente, caliente). O porque también en verano, durante unos días, junto con los de Barcelona, llegaba el hombre de la furgoneta.

La aparcaba en el medio de la plaza, colocaba la sábana en una de las paredes y se iba al ayuntamiento a encargar un pregón a todas luces innecesario; para entonces ya todo el pueblo sabía que había llegado el grito de Johnny Weissmuller y la venganza de El llanero solitario . Y esas noches, la gente, en vez de sentarse al fresco en la puerta de su casa o en la plazoleta, y de jugar nosotros al cinto guardao o a las cuatro esquinas, todos acudíamos con nuestras sillas al reclamo de la imagen. Imposible olvidarse de aquel ruido de la máquina, el chasquido de las pipas, el crepitar del celuloide, los cortes continuos, las tiras con los números, aquellos minutos de fastidio y de rifa que tanto retrasaban el final de la película y, sobre todo, la posibilidad de volver a ver algunas nalgas asomando por la espalda.

En fin que, cruzado el cabo de Hornos, no nos queda más paraíso que el de los afelios y perihelios de la infancia; pero no la niñez de entonces, sino la de ahora, esta que acabo de evocar, tan repleta de lagunas y de trampas.