Kim Kardashian espera a su marido tras los conciertos sin más ropa encima que una toalla negra Versace y un vaso de agua... también Versace. ¿Sorprendidos? Tras el brutal asalto que sufrió en París, en el que, como se sabe de aquí a Urano, unos encapuchados le robaron joyas valoradas en nueve millones de dólares -entre ellas, su anillo de compromiso, un pedrusco-esmeralda diseñado por Lorreine Schwartz-, la celebrity aceptó tomarse un descanso en su prescripción sin fin de marcas y chifladuras. Al fin y al cabo, los atracadores declararon ante la policía que tenían monitorizados sus movimientos y alhajas gracias a la vida en streaming de la diva. Pero tras unos meses de retiro, Kim vuelve a ser Kim. Y con motivo de la vuelta del reality Keeping up with the Kardashians, hace unos días nos ha hecho saber a) que ella siente que, tras sus partos, «nunca será la misma allá abajo» (allá abajo=zona vaginal); b) que a Kanye West, su marido, eso le importa un pito y c) que le gustaría tener un tercer hijo, a pesar de que los médicos se lo desaconsejan.

En estos últimos 10 años -los que han pasado desde que ella misma filtró un vídeo sexual que la transmutó de asistente de Paris Hilton al spin off más rentable del ramo de las celebridades-, Kardashian ha firmado un exitoso tutorial sobre cómo exprimir esa trinitaria compuesta por la hiperproducción de confidencias, los anuncios y la multipantalla. Solo un ejemplo: el juego que recrea su vida para móviles le reportó el año pasado 45 millones de dólares.

La máquina y la máscara

Así que saquen las trompetas y saluden al icono de esta nueva celebridad que ha emergido tras la crisis y que, además de impartir estilos de vida a menudo hipertuneados, se ha erigido «en la cara más sonriente de la máquina corporativa», afirmaba días atrás el escritor y periodista George Monbiot en un artículo en el diario británico The Guardian. El autor, dispuesto a hacer un ejercicio de espeleología por la fama del siglo XXI, empezaba así su inmersión: «Ahora que una estrella de reality es presidente de EEUU, podemos estar de acuerdo en que la cultura de la celebridad es algo más que una diversión inofensiva y que, de hecho, podría ser un componente esencial de los sistemas que gobiernan nuestra vida». La teoría de Monbiot -para quien no haber entendido el alcance, distracción y blanqueo que supone la fama hizo inevitable el ascenso de Trump- es que, cuanto más lejano y difuso es el gran capital, y cada vez lo es más, mayor es su dependencia de rostros que conecten con los clientes. Porque, ¿quién podría identificarse, se pregunta el autor, con un fondo de inversión que opera desde un gabinete de Panamá? «La máquina necesita una máscara -añade-. Así que no tiene sentido preguntarse qué hace para ganarse la vida Kim Kardashian: su papel es existir en nuestras mentes, ser nuestra vecina virtual para lograr todos los clics posibles para el logo que en ese momento tiene detrás». Los Kardashian, por cierto, suman 400 millones de seguidores solo en Instragram: tantos como ciudadanos tiene la UE.

Está claro que, a la hora de buscar clientes, uno de los principales activos de los rostros conocidos es su audiencia en redes: un auténtico mercado adosado. Y aunque no todos los prescriptores llegan a millones de smart-phones, el gran filón de los influencers, gremio que incluye desde youtubers hasta celebridades, ha consistido en «permitir a las marcas llegar a su público evitando la saturación de los medios publicitarios convencionales; obtener gran notoriedad por la viralidad de los mensajes y la interacción entre usuarios; dar credibilidad al mensaje comercial, y favorecer la conexión emocional entre consumidor y firma», desmenuza la profesora de comunicación y márketing digital Araceli Castelló.

Sin embargo, la sobresaturación del género y la publicidad engañosa han puesto, a juicio de esta especialista, dos necesidades sobre la mesa. Una: diseñar un marco legal que regule las acciones publicitarias en las que el prescriptor recibe una contraprestación, para que el usuario sepa que está ante un anuncio y que, por ejemplo, Cristiano Ronaldo cobrará 244.764 euros por ese tuit promocional que aparece en su time-line. Y dos: adentrarse en un nuevo boscaje, el de «los microinfluencers, usuarios activos en las redes, con menos volumen de seguidores que los personajes conocidos y, por tanto, con menos capacidad de influencia desde el punto de vista cuantitativo, pero con perfiles muy definidos» llamados a reforzar una marca a más largo plazo. El público objetivo, gracias a la tromba de datos que vamos regalando al big data, está cada vez más segmentado y sectorizado. Así, en este escenario mediático, «el modelo de celebridad que se va imponiendo es el del prestigio local o ultralocal sostenido en el tiempo», coincide el crítico cultural Eloy Fernández Porta.

Entonces, si afinamos el oído, ¿podemos escuchar una sintonía común entre figuras tan aparentemente lejanas como Donald Trump o el youtuber Rubius? Es más: ¿de dónde nace esa extraña fascinación que parece tan antigua como el mundo? El antropólogo Jamie Tehrani, de la universidad inglesa de Durham, guarda al respecto una teoría bastante loca y curiosa. Según sus investigaciones, seguimos a los famosos por un «capricho evolutivo» de nuestra especie, que, como acto de supervivencia, durante miles de años desarrolló el instinto psicológico de imitar a los vecinos de las cavernas con mayores habilidades adaptativas, sobre los que depositó la nebulosa del prestigio. «Eso explica por qué nos interesa tanto lo que visten y los coches que conducen los cantantes o las estrellas del deporte», aventura el antropólogo.

Dinero rápido

Esa muesca evolutiva, sin embargo, toma una forma diferente en cada época. Y si, por ejemplo, durante los años de insensatez y bulimia inmobiliaria los platós se convirtieron en una siniestra sala de despiece, la precariedad y la incertidumbre parecen haber traído «una mayor necesidad de celebridades», apunta la psicóloga María Bilbao. El hecho de que estudiar ya no garantice un empleo y que un trabajo tampoco signifique una vida digna, ha hecho que muchos jóvenes aspiren a la fama por la vía que sea (de youtuber a tronista) para «ingresar en un estrato social donde la seguridad, el dinero rápido y el hedonismo estén asegurados -añade la psicóloga-. Al fin y al cabo, esos valores están muy potenciados socialmente y la cultura neoliberal encumbra a figuras adecuadas a su modelo social. Fijarnos en su vida, soñar con lograr lo mismo que ellos, hace que nos fijemos menos en nuestras miserias, al tiempo que fomenta el individualismo y desactiva la protesta colectiva».

En este sentido, la crisis estalló sobre terreno fértil. Mucho antes de que Lehman Brothers se desplomara, un gran cambio cultural ya se había empezado a diseñar desde el show business norteamericano. Según un estudio del diario Cyberpsychology, en 1997, los valores dominantes en las producciones para niños de entre 9 y 11 años eran el sentimiento comunita-