Cuando el aceite llegaba a las tiendas en aquellos pellejos de cabra llamados corambres , cuando los fideos se fabricaban en Mérida y se despachaban a granel, cuando las galletas se vendían al peso, los garbanzos procedían de Salamanca y el arroz venía directo de Valencia, entonces el listado de comercios cacereños no tenía fin. Entre los años treinta y los ochenta se vivieron tiempos dorados en los ultramarinos locales,que a tantas familias dieron de comer, y que tantos nombres dejaron en la memoria colectiva.

No existían los carros del súper, ni parkings para coches que nadie tenía, ni lectores de códigos de barras, ni tarjetas de crédito, ni tiquets al detalle con la hora y el nombre de quien le atendió, porque el mismo tendero hacía de reponedor, de dependiente y de cajero, al tiempo que iba apuntando en el papel de estraza lo que la clienta se llevaba, con un lápiz que solía acabar sobre la oreja.

Y así, sin parar tras el mostrador, los cacereños recuerdan a dueños y empleados de los ultramarinos que se agrupaban en la plaza Mayor: Rincón y García Hermanos abajo en los soportales, ambos muy juntos. Y enfrente, bajo la Torre de la Hierba, enfrente del arandel, Saturnino Casares con sus toneles de madera repletos de sardinas prensadas, chicharros en escabeche y otras delicias de la época a granel. El casco viejo era entonces la zona más poblada, y los colmados abundaban.

Cerca, al final de Pintores, el conocidísimo Jabato, que trajo a Cáceres los yogures y el foie gras, y abrió el primer autoservicio en 1962 bendecido por el obispo Llopis. Más abajo, en Ezponda, otro ilustre, Teodomiro Aparicio, cuyos hijos Pepe y Antonio abrieron negocios similares en Rodríguez Moñino y junto al Túnel. En Santiago había otros dos: Caballero, en la calle Oscura (actual Camberos), y Casa Jerte. Muy cerca, ya en Caleros, Andrés Rodríguez de la Montaña vendía aquellos mistos perreros , unos petardos que entusiasmaban a la chiquillería, además de palo dulce o regaliz.

Y por supuesto, los ultramarinos de Antonio Jiménez y Josefita Marchena en mitad de Caleros, abiertos en los años 30 a la entrada de una gran casona que abarca la torre Ochavada (siglo XII). Ambos engendrarían una amplia saga de comerciantes: Antonio Jiménez, que continuó con ese negocio, Quini y Julia, que se hicieron cargo de otra tienda en Gallegos, o el pequeño, Agustín, que abrió en el corazón del Carneril.

En San Juan, al lado de El Figón de Eustaquio, estaba el famoso comercio Hijos de Petra Campón, una familia del Casar que supo entender muy bien el sector de los ultramarinos: tenían mucha clientela y además vendían al por mayor al hospital y a los hoteles. En la zona de Gallegos había varios coloniales más. Estaba Máximo Méndez de la Rosa, después ayudado por sus hijos Francisco y Máximo, además de Mariano Mena en la calle Soledad, y Alvaro Valcárcel en la plaza del mismo nombre.

A unos metros, en Roso de Luna, estaba el comercio de Nemesio Doncel. Y ya en Camino Llano, el pequeño colmado de la familia Luceño y los coloniales de Juan Gil justo en la esquina con Colón, un negocio que después se traspasó a Eugenio Trigo, conocido por sus años de servicio en la zona. Más tarde lo cogió su hijo Pedro Trigo y finalmente Emilio Vergel, su actual dueño.

Regodón y 'la Cocherona'

En la calle Moros (hoy Margallo), otra zona de gran población en décadas anteriores, estaban las tiendas de Agustín Gutiérrez y de Bernardo Cascos Paulín, un tendero que llamaba la atención por su altura. Un poco más arriba, junto a las Cuatro Esquinas, otro clásico, Augusto Regodón Donaire, quien luego se trasladó a Reyes Huertas donde era conocido, entre otras cosas, por su exquisito bacalao. Cerca, en Peñas, se estableció Román Nicolás Chamorro, cuyo hijo abrió después en San José el ultramarino conocido como La Cocherona . Más allá, hacia la plaza de toros, la Luci tenía su comercio al lado del baile de la Gallega.

Ya subiendo a las Casas Baratas, los cacereños compraban en casa de Antonio Gil Cortés. Su hermano Felipe cogió después el colmado de la señora Pura, en Moret. Ese mismo negocio se traspasó a González Casio.

En la concurrida calle San Pedro estaban los García Hermanos, que regentaban un detal y también un almacén al por mayor. Eran familiares de los Aparicio y habían llegado de Salamanca vendiendo aceite con un burro. En Virgen de la Montaña despachaba Antonio Macías Martín. Y otra saga era la de los Rodríguez del Aguila (Francisco, Vicente e Hipólito), que disponían de tiendas en Gil Cordero y la Concepción.

Pero también había varios mayoristas, casi todos en la zona de la Cruz de los Caídos, hasta donde llegaban los autobuses de los pueblos al parador del Carmen. Por supuesto los Bernales, con su gran almacén de coloniales y su detal, pero también los Candela, los Santos Pérez, los Sobrinos de Gabino Díez, o los Sucesores de Manuel Rodríguez Ramírez.