Cuando a uno le pegaron una patá en el culo y, con dieciséis ingenuos años, le mandaron pa los madriles, se estilaba eso de decir que venías "de provincias", dejando un tufillo de "pueblerinidad" un tanto degradante. La estampa exagerada y distorsionada era llegar a la estación de Atocha en el Ferrobús, acarreando la caja de Cuétara llena de productos regionales, y con la boina y la garrota a mano.A mí el Auto-Res me dejó en Conde de Casal, con la mochila llena de ilusión, pero también de incertidumbre y bastante miedo. Tuve la suerte de conocer el Madrid aún vivible de los ochenta, tan conocido por la movida madrileña. Pasados los años dorados, teniendo como meta una muy distinta a lo que la ciudad de las ciudades me ofrecía, y como muchos otros individuos e individuas, salí por patas de una urbe que se había convertido en una inmensa cementera gris. Cada vez que voy --el fin de semana fue la última-- me alegro más y más de aquella decisión. No echo de menos las mareas de gente bajando y subiendo Preciados; no me sueño con cláxones ardiendo, impacientándose porque el semaforito de los güitos se ha puesto en verde y tardas una milésima de segundo en reiniciar tu pausada marcha. No me acuerdo pa nada de los malos humos, de las sajadas en locales de copas, de la frialdad de gentes anónimas, de la taquicardia desde que cogías el ascensor, de la obsesión del reloj, de las prisas congénitas porque el último metro de tu vida partía sin ti; de vez en cuando recordamos un buen cine, un buen espectáculo, una macro tienda de música, un buen paseo por el Retiro... cuando esto pasa, hacemos el petate, empaquetamos a la pareja y nos adentramos en la jungla. Un par de días es suficiente pa matar el mono.¡Qué gustazo ser domingo y venirte púal pueblo!