La historia se puede cambiar a golpes de pedal. En 1970, Eddy Merckx se presentó en solitario, de amarillo, en la cumbre del Mont Ventoux. 43 años más tarde, en el día más francés de todo el Tour, el 14 de julio, cuando los aficionados todavía llenan más las carreteras, si aún es posible, con las banderas tricolor, testimonio de la fiesta nacional, Chris Froome volvió a conquistar el Gigante de Provenza, la luna del ciclismo, también vestido con la prenda más prestigiosa de este deporte.

Pero, al contrario de lo que hizo El Caníbal , a diferencia del regalo que un ciclista innombrable en Francia le hizo a Marco Pantani en el 2000, cuando también vestía un amarillo que ahora no existe, el triunfo de Froome tuvo un significado especial, diferente para un ciclismo británico que lleva dos años brillando en el Tour; el ayer, de Bradley Wiggins, y el presente de Froome.

Porque, desde ayer, la historia del ciclismo británico en el Ventoux se escribirá de forma distinta, del negro al blanco, de la tristeza al amarillo, de la muerte a la salud, de Tom Simpson a Chris Froome. A dos kilómetros de la cumbre, justo en el lugar donde Froome dejó clavado a un joven brillante, un talento quizás algo inexperto llamado Nairo Quintana, una lápida recuerda que justo en ese sitio encontró la muerte Simpson; el sábado hizo 46 años.

LA TRISTE LEYENDA Y no murió ni de accidente, ni de muerte natural, sino de una sobredosis de anfetaminas, en un día de calor similar al que hizo ayer en la Provenza. En el lugar donde se deshizo de Quintana, el último rival que le quedaba, el helicóptero volaba sobre su cabeza. Pero lo hacía para que el mundo recibiera las imágenes de su gesta. En 1967, el helicóptero voló para evacuar a un corredor moribundo; para los británicos un héroe, una leyenda en el Ventoux.

Dicta la tradición que cuando los cicloturistas, miles y miles todos los años, ascienden por primera vez el Ventoux deben dejar un recuerdo junto a la placa de Simpson, como si de un santuario se tratara: una cámara, un botellín y antes, cuando se llevaban, las famosas gorritas de la visera al revés.

Pues, desde ayer, el Reino Unido recordará que un británico nacido en Kenia sepultó a Simpson, al ciclismo negro --700.000 personas, en cambio, asistieron a su funeral en 1967-- con unos demarrajes dignos de los grandes astros de este deporte; unos esprints en cuesta que nadie, ningún otro humano sobre una bici, pudo anular. Primero, descolocó a Alberto Contador, el último entre los aspirantes a la general que trató de mantenerse a su lado. Después, lo hizo con Quintana, el colombiano de Pamplona, el líder por accidente del Movistar, que atacó desde lejos, a 13 kilómetros, y que habría ganado en el Ventoux si Froome no hubiese existido.

A debate quedará si Quintana hizo bien en colaborar con Froome. "Le decía: 'dale fuerte, que viene Contador´. Y le prometí: 'si llegamos juntos ganas la etapa', pero a dos kilómetros vi que su ritmo bajaba". Froome no tuvo piedad del chaval de 23 años. Se fue en solitario, quizá demasiada exhibición; a lo mejor, innecesaria a la hora de buscar un equipo potente, a falta del suyo, para todo lo que resta de Tour, que es mucho.