Erase que se era, hace ya muchos siglos, una tierra hermosa llamada Extremodueros . Sus gentes, sencillas como las de todos los cuentos, vivían con cierto desahogo, se divertían con innumerables fiestas y se podía decir que, aun con algún que otro problema, eran razonablemente felices.

Había en las instituciones de este lugar la costumbre de que gobernasen al mismo dos grandes banderías que se turnaban en el poder cuando las circunstancias lo aconsejaban o el pueblo se cansaba de los estropicios de quienes les regían. Andaban ambos bandos muy de continuo enfrentados y como a la gresca, encrespados en demasía y las más de las veces por un quítame allá las pajas, pues sobre lo que discutían tenía a menudo menos sustancia que olla de estudiante pobre.

Mas llegó la ocasión en que se planteó la posibilidad de construir una nueva calzada, a la que dieron en llamar autovía, que uniría las dos principales capitales de aquella región. Aunque ambas facciones estaban muy de acuerdo en su construcción, enseguida surgieron los problemas porque, acostumbrados como estaban a disentir de continuo, se tratase de lo que se tratase, de ninguna forma podían mostrarse ahora en público como conformes con la misma cuestión, so pena de que perdiesen su identidad y su razón de ser. Así se dieron maña para reunir un consejo extraordinario donde exponer sus razones acerca de la nueva carretera, conviniéndose en congregar a los principales gerifaltes de ambos bandos en el foro público para que pudieran escucharles los habitantes comunes. Una vez reunidos, habló primero el adalid del grupo Izquierdo, para decir: "Sepan cuantos me escuchan que nosotros decimos ahora sí a la autovía, mas nuestro sí es un sí sincero y desinteresado, sin las encubiertas intenciones del sí de nuestros oponentes, aunque debemos matizar que nuestro sí es un sí vehemente y por lo tanto más valioso que cualquier otro sí". Casi no le dejó acabar la frase el jefe del bando Diestro, quien afirmó con rotundez: "A nadie de los aquí presentes se le escapa la falsedad encubierta del sí de este disimulador, pues bien cierto es que en su bando dicen sí porque no otra cosa pueden decir, con lo que ningún valor puede darse a quien afirma obligado, pero no convencido...".

A todo esto, el pueblo, es decir los menestrales, artesanos, campesinos, dueñas de casa, curas, burgueses y demás hombres sencillos, esperaban que aquellos hombres entendidos en economía, infraestructuras y demás conocimientos de alta política, les explicaran en qué les convenía a ellos y en qué les perjudicaba el que se acometiese la tal obra. Preguntábanse las dueñas si la autovía traería más puestos de trabajo para el mocerío, habida cuenta de los problemas que sus hijos tenían para encontrar ocupación; comentaban los comerciantes, buhoneros y artesanos si tras construirla sería más fácil transportar y vender las mercancías y aun había solteronas que se preocupaban por si la mejora en comunicaciones les traería más ofertas de compaña a su soledad.

Pero don Diestro y don Izquierdo seguían esgrimiendo más y más razones para que se diferenciaesen sus respectivos síes. Ya se sabe que buscaban permanecer claramente diferenciados, como mandaban los cánones de los usos políticos de esa época, mientas los súbditos cuchicheaban que de aquella guisa nadie se iba a enterar del asunto en ciernes. Un niño sabio comentó cómo era una evidente paradoja que cuanto más se esforzaban los dos bandos por diferenciarse, más se parecían entre sí, y cuanto más batallaban por mostrase distintos, más pares semejaban, y pasarían por gemelos de vientre político a poco que se rascase en sus soflamas y devaneos. Un simple decía que en boca de los niños anidaba la verdad, aquel otro que al pan, pan y al vino, vino, y otros recordaban refranes al uso. Muchos de los que allí asistían al espectáculo, comenzaron a murmurar que todos los de la política eran iguales y se dolían de no entender bien lo que aquellos personajes importantes pretendían; pero también los había que se parecían a los oradores y les afeaban que aquellos chismorreos no eran sino simplificaciones cuyo único objetivo era poner en duda la pureza y eficacia del sistema, aun sin saber muy bien qué era eso y cómo un sistema pudiera tener pureza.

La casualidad quiso que pasaran cerca del gran foro dos viajeros, los cuales, atraídos por los murmullos de los allí congregados, se acercaron a ver qué era aquel tumulto. Avanzaba delante un hombre entrado en años quien montaba un caballo tan flaco como él mismo, mientras que su acompañante, un hombrecico grueso, de mediana edad y de aspecto rústico, caminaba junto a un asno detrás del que parecía su amo. El más viejo, que evidenciaba una mayor autoridad, le dijo a su pareja: "Mira, Sancho , qué nuevas hay en la plaza, y te acercas a escuchar a gentes tan principales como parece que en ella están, pues ando ya torpe de oído y poco escucho desde aquí". Fuese el tal Sancho cabe el gentío y al poco regresó junto a su mandador diciéndole: "Sepa don Alonso , que no entiendo bien la jerigonza en la que hablan estos Principiales, pues el uno grita que sí, pero que no, pues es un siesnoes de afirmación denegativa; mas el otro, al parecer su oponente, proclama que no niega sino que afirma, pero negando firmemente la afirmación del primero que en el fondo no es sino una denegación confirmativa". Entonces don Alonso, saltando como movido por resorte encima de la silla de su enteco jamelgo, le conminó: "Arrea vivo a tu jumento, Sancho, pues quienes así se expresan lo hacen en lenguaje de la cábala, propia de hechiceros e infieles, y a buen seguro que éstos que asemejan Principales no son sino magos que hacen artificio de encantamiento a quienes les escuchan para así adueñarse de su voluntad; así que salgamos súbito de aquí, no siendo que a nosotros también nos caiga la misma suerte".

Fuese la pareja y acaba el cuento.

*Catedrático de instituto