Viendo cómo los osos disfrutan con la miel, es muy difícil precisar cuándo y cómo surgió la apicultura. El hombre y la abeja hace mucho tiempo que conviven juntos. Posiblemente, este insecto sea el más antiguo de los animales domesticados por el hombre. En nuestro país, la tradición del uso de la miel se remonta a tiempos muy antiguos, como lo acredita una pintura rupestre levantina (8.000-7.000 a.C.) de la Cueva de la Araña que representa a una mujer entre abejas recogiendo panales. Se dice que en España se produce el polen de mejor calidad de toda Europa para la elaboración de la miel, debido a las grandes extensiones de montes y zonas silvestres existentes aún en la Península. Por su parte, en Extremadura contamos con una miel magnífica con sabor de encina, de jara y de tomillo. Miel que constituye, en buena parte, el secreto de nuestros más exquisitos dulces, a los que mela, como son los coquillos y los nuégados.

Existe una profunda compenetración entre abejas y flores. Estos insectos son muy metódicos, cada grupo de abejas recolectoras se dedica en una única flor (romero, espliego, etc.) y mientras dure su periodo de floración, se mantiene fiel a esas plantas, por lo que pueden transportar eficazmente polen de una flor a otra de la misma especie.

El propio Albert Einstein, persuadido de la importancia tan vital que representan las abejas, dijo: Si la abeja desapareciera del planeta, a la humanidad solo le quedarían cuatro años de vida. O visto el papel de la abeja de una manera más optimista: No es casualidad que sea muy apreciada la miel de España, pues somos el país de mayor biodiversidad de Europa; una privilegiada posición que mucho se lo debemos a estas hacendosas trabajadoras, responsable de la polinización del 80% de las plantas, a veces compartido con el viento, como nuestra heráldica encina; toda una gama de plantas que van desde los grandes castaños y nogales, hasta el humilde diente de león con sus volátiles semillas con las que tanto jugábamos de pequeño.