Opinión | desde del umbral

Silencio

Vivimos en un mundo ruidoso. Y el silencio se nos antoja como algo casi extemporáneo. En nuestro presente hay siempre algo sonando para romper la quietud y la calma, para quebrar esa sensación similar al contradictorio vacío de la inmensidad sideral que se halla cuando el paisaje sonoro no nos inquieta. A veces, lo que se oye o escucha ni siquiera es un sonido estruendoso, ni una agradable melodía, ni el eco de voces que conversan o ríen; a menudo es solo un tintineo, un rumor, un siseo… 

Pero da igual, todos, tanto los leves como los intensos, son sonidos y ruidos que rasgan el silencio. Y tan acostumbrados estamos a la sucesión de sonidos y ruidos que se enmarañan y generan jaleo que, cuando, circunstancialmente, se crea una atmósfera silenciosa, ese silencio llega hasta a pesarnos. Muchos lo sienten como una losa que les aprisiona y angustia. Y tratan de zafarse de ella y huir ante el más mínimo atisbo de su presencia. 

La incomodidad viene de la falta de costumbre, pero también radica en que el silencio aviva la voz interior y la inquietud reflexiva. Y da la sensación de que preferimos dejarnos llevar por las dinámicas corrientes del día a día a detenernos a pensar aunque solo sea por un instante. Y así es como muchas conciencias se acaban apagando e hibernan sine die, con las consecuencias sociales indeseables que esto tiene. 

También se habla menos cara a cara y se teclea más. Y dicen que estamos mejor comunicados, y más acompañados, porque podemos llamarnos, escribirnos y hasta vernos aunque entre nosotros medie una gran la distancia.

Pero yo creo que ocurre precisamente lo contrario. Que cada vez nos comunicamos menos eficientemente y de manera más errática. Y que aumenta el número de personas que se sienten solas a pesar del mogollón que les rodea. 

Tanto dispositivo electrónico lo acaba alterando todo: desde los tiempos a los modos. Habitualmente, en cualquier lugar del globo, se reúnen familias y grupos de amigos, y casi nunca se extiende un manto de silencio, pero en gran parte de Occidente y del mundo más desarrollado no suena el bullicio jubiloso de la conversación y las risas, que sería lo esperado, sino el ruido gélido y mecánico que sale de un móvil, de sus redes, de sus aplicaciones de mensajería, de su vídeos y sus juegos. Que esto ocurra anecdóticamente no es necesariamente malo. 

Pero que se haya convertido en una costumbre, sí. Lo raro ahora es lo contrario. Y, por eso, los pensamientos son más atropellados, las malas interpretaciones abundan, el impulso gana la partida a la prudencia y esto acaba fomentando pequeños y grandes conflictos que van mermando las relaciones humanas, sociales, institucionales y hasta diplomáticas

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