Café filosófico

Matemáticas, lengua y móviles

Los problemas de comprensión o expresión no se deben a la cultura digital

Alumnos en un examen

Alumnos en un examen

Víctor Bermúdez

Víctor Bermúdez

Hay dos condiciones necesarias y casi suficientes para que alguien aprenda algo mínimamente complejo, tanto en la escuela como fuera de ella: (1) que tenga necesidad o ganas de hacerlo, y (2) que comprenda e integre en su propio hacer y pensar aquello que se le enseña, generando así una experiencia más lúcida y gratificante de la realidad. No hay más (los premios o la obsesión por las calificaciones escolares no dan necesariamente para aprender sino, a lo sumo, para «aprobar», que es otra cosa, a menudo bien distinta).

Suelto este discurso a propósito de las medidas anunciadas por el gobierno para mejorar la puntuación de los alumnos y alumnas españoles en el informe PISA, un indicador muy relativo (y discutible) de la eficacia del sistema educativo, pero que gracias a la bola que le dan los medios (y su efecto en los votantes), condiciona cada vez más las decisiones gubernamentales en este y otros países.

Una de las múltiples razones para relativizar el valor del informe PISA es que en él apenas se miden más que dos competencias: la lingüística y la matemática, olvidando a todas las demás y, por ello, la relación íntima que hay entre ellas, y sin la cual ni el aprendizaje de la lengua ni el de las matemáticas tienen sentido alguno, al menos en un contexto escolar (y dudo que en ningún otro).

Es por esto por lo que las medidas del gobierno para mejorar los resultados en matemáticas y lengua no van a funcionar. Limitarse a reforzar estas dos competencias, olvidando que para aprender (lo que sea) es imprescindible comprender la necesidad de lo que uno aprende, tanto en el orden práctico como en el teórico, integrándolo con el resto de competencias y saberes, no sirve de gran cosa.

Los problemas de comprensión o expresión no se deben, pues, como creen muchos, a la cultura digital. Los niños y niñas se concentran perfectamente en aquello que les interesa y amplifica su mundo

¿Quieren de verdad que los niños y niñas no se espanten de las matemáticas? Pues déjense de sumar horas y desdoblar aulas. Somos ya el país con más horas lectivas de Europa, gran parte de ellas dedicadas en exclusiva a las matemáticas. Y el rechazo y la ansiedad que provoca esta disciplina es bastante común, por lo que no se precisa de una atención a la diversidad mayor que en otras materias. El problema de las matemáticas no es de ‘cantidad’ (mayor o menor de horas o de alumnos) sino de ‘calidad’. Yo al menos no recuerdo ningún docente de matemáticas que me explicara ni la necesidad vital ni los fundamentos teóricos de todo ese mundo abstracto y mecánico que pretendía meterme en la cabeza; ni ninguno que, cuando preguntaba algo al respecto, no esquivara la cuestión o me enviara diplomáticamente a la porra. «Eso son cosas de filósofos», me decían. Y bien que lo eran. Cuando por fin pude estudiar lógica y filosofía de las matemáticas fue cuando empecé a verle el sentido (y las limitaciones) a la materia, hasta el punto de que empecé a estudiarla por mí mismo, sin obligación académica alguna.

Algo parecido cabría decir con respecto a la comprensión y expresión lingüística, que además de corresponder a materias troncales (todas las lenguas y literaturas, autóctonas o no), constituyen una capacidad transversal que se cultiva en todas las asignaturas. No se trata, pues, de más o menos horas (la lengua es lo que más se trabaja, con diferencia, en cualquier escuela), ni de limitarse a reducir la ratio (si no se enseña bien, casi da igual que tengas veinticinco alumnos que dos). Se trata de demostrar nuestra dependencia del lenguaje (de hecho, todo es lenguaje, empezando por cada uno de nosotros) y de transmitirlo como una herramienta indispensable para entender todo lo demás, entenderse a uno mismo y hacerse entender por los otros. Quien no sabe expresarse, piensa mal y comprende peor. En el dominio de la lengua (de cualquiera) nos va todo, incluyendo el que no nos dominen y atonten los que la manejan con aviesas intenciones.

¿Pueden mejorar en esto nuestros alumnos? Por supuesto. Cuanto más comprendan la utilidad del lenguaje (por todos los medios y soportes) para dirigir, digerir y ensanchar su vida, más y mejor lo usarán. ¿Tiene esto algo que ver con prohibir el móvil en los centros? No, nada

Los problemas de comprensión o expresión no se deben, pues, como creen muchos, a la cultura digital. Los niños y niñas se concentran perfectamente en aquello que les interesa y amplifica su mundo (sea un videojuego o un libro de Harry Potter); y escriben y se comunican de continuo, hasta el punto de que hasta el más retraído tiene hoy su círculo de colegas de la misma«tribu» (es falso que los adolescentes vivan más aislados que antes, a no ser que reduzcamos burdamente la comunicación a la que se da oliéndole al otro el aliento).

¿Pueden mejorar en esto nuestros alumnos? Por supuesto. Cuanto más comprendan la utilidad del lenguaje (por todos los medios y soportes) para dirigir, digerir y ensanchar su vida, más y mejor lo usarán. ¿Tiene esto algo que ver con prohibir el móvil en los centros? No, nada. La dirección es justo la contraria: aprovechar esa herramienta, ya irrenunciable, para desarrollar las competencias comunicativas. Pero ya saben, ante problemas complejos que cuestionan nuestra forma acostumbrada de entender y proceder no hay nada como buscar un chivo expiatorio al que echar la culpa de todo; así nosotros – salvo quejarnos – no tenemos nada que hacer.

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