100 días, 5.300 kilómetros y poco más de 1.000 euros. Viajar es vivir. A veces es un deporte de riesgo, implica agallas o de tener ese pellizco de locura para hacer cosas que el resto no se atrevería a hacer nunca. Seguramente todos esos ingredientes están en la piel de Mario Palomo González, un cacereño de 26 años que estudió bachillerato de Arte en el Instituto Alkazeres y ciclo superior de Imagen y Fotografía en El Brocense.

Como lo de Mario era la aventura, se animó a sacarse el título de Tafad (Técnico Superior en Actividades Deportivas) en Plasencia y luego se especializó en montañas en una escuela del Pirineo catalán. Hoy trabaja como guía de barrancos a caballo entre el Jerte y el Pirineo aragonés. Mario enseña a los demás a descender por cañones y cascadas, adentrarse en sitios fabulosos o responder a la búsqueda de la felicidad subiendo una montaña. Estando en la escuela de Cataluña, conoció a su compañero Hugo Malvolti, un francés residente en Valencia, con quien le unía la pasión por los viajes. Durante 10 días recorrieron el norte de Extremadura, pero no era suficiente porque ellos querían conocer otras formas de vida.

Así que juntos iniciaron el viaje de sus sueños que les llevaría por Tailandia, Laos y Camboya y del que hoy llegan llenos de esas maravillosas sensaciones que solo te da un pasaporte. El camino comenzó en Madrid, en el aeropuerto de Barajas. Con ellos, dos bicicletas alemanas de acero, guardadas minuciosamente en cajas de cartón, y una bolsa gigante con cinco alforjas que a partir de ese momento serían sus maletas, acopladas al cuadro de la bici, dos delante y dos atrás. En ellas se guardaba la pequeña casa de ambos: una tienda de campaña, sacos de dormir, esterillas, dos cocinas de gasolina, medicinas y ropa de montaña.

Ya estaba todo listo para llegar a su primer destino, Bangkok, la ciudad de los ángeles, la capital más poblada de Tailandia. Dos horas de vuelo con escala en Moscú fueron suficientes para arribar al que se considera centro económico de este país, una enorme ciudad habitada por casi 10 millones de personas.

Caótica Tailandia a 40 grados donde se toparon con una autovía que les conduciría a un albergue, punto de encuentro de la comunidad Warm Showers (Duchas calientes), un espacio virtual de intercambio mundial de hospedaje para cicloturistas a través de internet, gracias al que dieron con este lugar en el que pasaron tres días y que disponía de taller para la puesta a punto de sus vehículos de dos ruedas.

Tiempo suficiente para partir hacia Ayutthaya, capital de provincia, Patrimonio de la Humanidad desde 1991, donde los viajeros hacían noche en los templos. No es extraño. Tailandia es un país budista y los templos tienen un papel muy importante en la vida cotidiana. De modo que es costumbre de los religiosos acoger al caminante, al que en ocasiones incluso agasajan con comida. Pero Mario y Hugo querían seguir explorando, así que después de una semana de templo en templo iniciaron el camino hacia parques naturales, de bomberos y hasta casas particulares, todos ellas construidas en alto para hacer frente a la lluvia y los insectos. Casas humildes, con camas de bambú y cocina en el exterior. Como ducha, un barreño grande y un pequeño cuenco que ante la adversidad siempre sabía a gloria.

El primer parque natural al que llegaron fue el de Mae Wong, un área protegida del norte de Tailandia. Sus bosques alimentan a los principales afluentes del río Mae Wong. Cascadas y acantilados hacen de éste un lugar único. Mereció la pena el sufrimiento de las interminables subidas, el calor, y aquella noche que pasaron a 1.964 metros de altitud. Al día siguiente, tocaba la bajada. Y de allí a un templo escondido entre montañas. El monje les preparó un picnic y les dio paso a la cueva donde rezaba. Era la primera vez que unos turistas pisaban su territorio. En la cueva, rodeada de estatutas, aprendieron a meditar con los pies cruzados. Con la noche llegó un diluvio que inundó la tienda, pero poco importaba ante tanta paz interior, ante aquel monje que los bautizó, a Hugo como Son Maya y a Mario como Son Juan.

De ahí, al parque de Mae Ping, a Doi Inthanon, que es la montaña más alta del país: dos días enteros de subida en bicicleta y una temperatura de 17 grados que obligaba al uso de bufandas y gorros. El viaje transcurría entre cientos de anécdotas: los mosquitos, el whisky de arroz en un parque de bomberos, la visita a Decathlon en Chian Mai para comprar otra tienda de campaña...

Cruzar la frontera con Laos era el próximo objetivo. Hasta Luang Prabrang, antigua capital de Laos, famosa por sus templos de origen budista, todos los viajeros accedían en barco cruzando el Mekong, uno de los grandes ríos del mundo. Pero nuestros excursionistas querían seguir probando la aventura. «Cometimos la marcianada de ir por las montañas. 500 kilómetros a pie y en bici, lo más duro del viaje», confiesa Mario. En Laos, muchas experiencias vividas: Wung, un chino de 18 años que llevaba ocho meses viajando en bicicleta; los tres argentinos y un francés que vivían en una casa de paja y tenían un horno de pan, eran especialistas en masajes laosianos que atraían a gentes de todos los lugares del mundo; las cascadas de Guangxi; los fideos deshidratados; Simón, un checo que desde su país había iniciado un viaje a pie en el que ya llevaba empleados 12 meses; aquella escuela de un pueblo de 200 habitantes en el que dieron clases de inglés a los alumnos...

Camboya era la próxima estación y decenas de sensaciones: Marta, la chica vasca que viajaba en bicicleta desde Indonesia hasta Vietnam; la noche en un templo donde había un joven carpintero que cazaba pájaros con tirachinas; la madrugada en una comisaría tras la denuncia de un hombre ebrio que vio en ellos una amenaza sin base; el cumpleaños de Hugo en la isla de Dondet o las 4.000 islas de Laos y sus cascadas con mayor abundancia de toda Asia. En Camboya encontraron gentes con la sonrisa puesta, hombres con dientes de oro, mujeres extrovertidas y aquellos inolvidables templos de Ancor, envueltos en raíces. Camboya no tardó en convertirse en el país preferido por nuestros aventureros, especialmente por su hospitalidad y sus gentes.

Inolvidable el paso por Ancor, donde todo resultaba más familiar. Ellos, hasta entonces acostumbrados a desayunar, comer y cenar arroz, tuvieron allí acceso a bocadillos, tabaco de liar, tomar un gintonic o escuchar a Rihanna. Su llegada a Isla Rabit, bañarse de noche en el Índico, con la compañía del plancton y esa aurora boreal que desprendía el agua o hasta unos arquitectos que construían un resort de lujo en mitad de la selva con vistas al mar y que llegaron a ofrecerles trabajo como guías en su proyecto...

Cómo no recordar aquella playa virgen del parque natural de Botum Sakor, situado en la costa del Golfo de Tailandia, al sudoeste de las montañas de Cardamo el Día de Reyes donde fabricaron una barca con trozos de bambú, y funcionó... Ahora tocaba cruzar la selva del Cardamon. Llegaron a una casa con cuatro niños y una madre. Los enseñaron a comer frutas gigantes, a pescar en el río y con hojas de plataneros los instruyeron en la papiroflexia mientras ellos mostraron a los pequeños juegos de campamento. ¿Puede haber algo más hermoso?

El viaje llegaba a su fin, De vuelta a Bangkok, al mismo lugar donde iniciaron su periplo. Acabaron en un hoster, y allí se encontraron con un belga, un polaco y un antiguo compañero de pirineo aragonés que iniciaba el camino que ellos terminaban. ¡Qué mejor para celebrarlo que una tortilla de patatas!

Ahora, ya en España, tienen un choque con su propia cultura, pero sobre todo se han conocido un poco más a sí mismos, se han dado cuenta de lo que el cuerpo es capaz de aguantar, de que «a veces vivimos en un mundo entre algodones y de que la gente, por naturaleza, es buena, aunque lo bueno no venda», dice Mario.

Después de esto han aprendido que «viajar es un veneno con el que alcanzas la libertad y que no necesitas mucho dinero para cumplir tu sueño». A Mario y a Hugo les bastó con una pequeña tienda de campaña, una cocina, una bici, lo demás fue dejarse llevar y disfrutar. Ya están pensando en el próximo viaje. Irán les espera.