La cultura que nos viene

De folclores y herencias

Joaquín Sancha y José Luis Barquero

Joaquín Sancha y José Luis Barquero / Santiago García Villegas

Creo que lo he contado alguna vez, pero yo crecí con la idea de que el folclore era una cosa de catetos. Nunca aprendí a bailar absolutamente nada (ni siquiera las sevillanas, con la de Ferias de Abril que viví yo en mi Facultad) y la primera vez que oí hablar del pañuelo de sandía y el pañuelo de cien colores fue cuando ya llevaba varios años en Canal Extremadura Radio. Antes, mucho antes, yo estaba en Valencia de Alcántara y allí está Juéllega extremeña: mi cambio de marco teórico se lo debo a ellos, y a May sobre todo.

A los Sancha, porque son «los Sancha», los conocí en el cumpleaños de Paco Vadillo. Paco Vadillo es periodista y sus cumpleaños son una boda a la que vamos 80 personas, bailamos, brincamos, comemos, nos reímos y conocemos a gente con la que no hemos hablado en la vida. Es una de las citas más preciadas del año. Llevaron unas castañuelas preciosas, chiquitinas, en un imperdible que ahora están adornando un macetero de estos de Ikea que uso para las plantas artificiales, porque las naturales las mato todas.

El otro día fui a verlos, porque se casa una amiga muy querida, una de las mujeres más bellas que conozco (por dentro y por fuera) y, además, una de las mujeres que más contribuye a crear la Extremadura que me gusta: una Extremadura inclusiva, divertida, comprometida, llena de colores, diversa, que atiende a la creatividad de los adolescentes, a los cuerpos distintos, que ahora nombramos en femenino gracias a ella: es artivista, se llama Inma y el resto de la gente la conoce como Pnitas. Habla de la compleja genealogía feminista, de las distintas gramáticas que se pueden crear con los lápices, de subrayar «la importancia de la historia silenciada de la teoría y la práctica feminista», de cuestionar los cánones de belleza y el sistema binario sexo/género; de lo importante que es creer a las víctimas, de la hermosura y la necesidad de las identidades disidentes.

No tengo amigos del ámbito cultural. Mis mejores amigos son terapeutas ocupacionales, filósofos, ingenieros, educadores y, sobre todo, periodistas. Pero a ella la entrevisté y nos caímos bien, quedamos un día para un café y años después allá que fui yo a los Sancha porque se casa la Inma y quería yo algo extremeño, algo de aquí, para homenajear a esa mujer que dibuja la región que yo quiero. Algo lleno de flores, de colores, de raíces.

Y comenzamos a hablar de mantillas y peinetas, que yo no tenía ni idea de cómo se hacían. Y del traje regional. De por qué vestimos como vestimos: de qué se hacían los zapatos (de neumáticos, tela... lo que hubiera por ahí que fuera resistente), de por qué se usaba la lana merina («eran las ovejas que había en casa»), de que se usaba un mandil para tapar la falda y que no se ensuciara mientras estaban en el campo, porque en el río no se podía lavar todos los días; de que los adornos eran para las clases pudientes, como el pañuelo de cien colores, y el pañuelo de sandía, que yo adoro porque es rojo, es de guapas y anima el día más gris, era el pañuelo de las mujeres pobres. Si tenían un mantoncito bueno, se lo ponían en la cabeza para que la grasa del pelo no arruinara el mantón.

Me produjo una ternura infinita. También me hablaron, Joaquín Sancha y José Luis Gómez Vaquero, de la Rebelión de las Mantillas, que se produjo los días 20, 21 y 22 de marzo de 1871 en el Paseo del Prado, donde la sociedad madrileña acudía diariamente en sus carruajes al caer la tarde. Allí iba, interesada en las mantillas, María Victoria del Pozzo, recién llegada a España. No sé si iba con su marido Amadeo de Saboya o no. El caso es que las aristócratas apoyaban a la Casa de Borbón. Y se querían burlar de la nueva reina y llamaron a las prostitutas para que se hicieran pasar por ellas. La mantilla era un símbolo de españolismo frente al extranjero. Había caído en desuso ya, de hecho, por aquellas fechas. Ahora solo se utiliza en bodas y procesiones. Se asocia a aristocracia y a gente de bien pero yo estoy comenzando a verla de otro modo también. Como al traje regional, como a las rondas, las jotas y todo lo que nos ha conformado como pueblo.

Eso me lo enseñó muy bien también Israel J. Espino, que acaba de publicar una guía de seres mitológicos de las Hurdes, que se titula Leyendas, misterios y seres mágicos de las Hurdes, ilustrada por Victoria Inglés, que además es de la comarca. Ella me enseñó qué y quiénes son la Chancalaera, el Cortejo de Genti de Muerti, el Machu Lanú, las Encorujás , las Jáncanas o el Entiznáu.

Yo tenía la semana de Extremadura en la escuela y me he vestido con el traje regional. Dos veces. Para recitar la Compuerta y La Nacencia. Me lo dejaron. Me estaba un poco apretado. Ahora veo a mi amiga Bea Carrasco, extremeña de adopción pero siempre de Navalcán, en Toledo, el pueblo con más fiestas del mundo, llevando con orgullo su traje regional y pienso en lo que se nos ha hurtado a una generación como la mía… y en la esperanza que supone el que, realmente y menos mal, gracias, nunca es tarde nunca. 

La perla

En Cáceres, mañana sábado, se representa en el Gran Teatro una obra de teatro poco conocida de Lorca, poco representada, surrealista, que habla del amor homosexual, del deseo reprimido, del amor a las cosas, del deseo de cultura. Se escribió en 1930, año arriba, año abajo, y se estrenó mucho tiempo después de la muerte del dramaturgo. Tengo muchos versos de escándalo y teatro de escándalo también. La pone en escena la Compañía de Teatro Clásico de Sevilla, que maneja con tino Alfonso Zurro, con quien siempre es un placer hablar de teatro, igual que con Juan Motilla, su protagonista. Él es el director, el que se oculta tras las máscaras y niega su relación con Gonzalo. Gonzalo lucha. Es lo que sabe hacer. En el escenario, nueve actores para casi cuarenta personajes. Imperdible.

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