La sociedad tecnocomunicacional en la que nos desenvolvemos exige la identificación de las personas que acceden a las redes sociales o adquieren productos on line. La facilidad de tratar, almacenar y transmitir esos datos digitalizados permite a las empresas, mediante el correspondiente estudio sociológico, trazar el perfil de una persona a fin de confeccionar una información relativa a su entorno personal, social o profesional, que a la postre podrá ser utilizada con fines espurios.

Este intercambio de datos hace posible que las nuevas tecnologías sean un factor que favorezca la violación de derechos fundamentales, por lo que no se explica que la Unión Europea esté retrasando una nueva normativa más rígida para tutelar estos derechos y proteger la intimidad de las personas.

La cuestión es que, además, los ciudadanos estamos dispuestos a ceder nuestros datos a cambio de servicios gratuitos de información, comunicación u ocio. Y, sin ningún pudor, subimos a las redes, no solo nuestros datos personales identificativos, sino nuestras aficiones, preferencias religiosas o políticas, gustos comerciales e incluso listas de amigos ordenados alfabéticamente, con sus teléfonos, sus fotografías y las actividades de su vida y de la nuestra. Y, con gran ingenuidad, aceptamos que esas empresas custodien esa información en limbos o nubes.

Nuestros datos son el valor de esas compañías, que cotizan al alza porque pueden negociar con ellos y cederlos a empresas interesadas en dirigir a nuestro terminal la publicidad que mejor se adapte a nuestros gustos.

El derecho fundamental de la protección de datos persigue garantizar su confidencialidad con el propósito de impedir un tráfico ilícito y lesivo. Sin embargo, este derecho queda sin efecto cuando nosotros voluntariamente cedemos los datos o los hacemos públicos. Perdemos privacidad y anonimato. De seguir así las cosas, ya no será necesario que los gobiernos nos espíen. La principal información sobre los ciudadanos estará en internet.