Opinión | una casa a las afueras

Palabras dulces

El hombre suele soñar con los ojos abiertos cuando dirige su autoestima al pódium de los ganadores

Decía Espinoza que la soberbia es una alegría surgida del hecho de que el hombre se estima en más de lo justo. Algo que en el escenario de la política actual verificamos una y otra vez. También en el entramado complejo de las redes sociales y toda esa parafernalia virtual en la que vivimos enjaulados. 

Sabemos a estas alturas de la película que las imágenes de las cosas son afecciones del cuerpo humano, que por el mero hecho de imaginar algo, le estamos diciendo a nuestro cuerpo que esa cosa imaginada existe, es real. Y esto es una poderosa herramienta en caso de ser algo positivo o alentador para nuestra vida, pero no tanto si la cosa imaginada es negativa o nos provoca incomodidad.  

La mente es el mayor escenario que existe. Casi mucho mejor que cualquier superproducción de Hollywood, en ella empieza y termina todo. En la mente sucede todo lo grandioso, pero también lo miserable y surrealista como los sueños o las pesadillas. La mente extiende a nuestro cuerpo todo cuanto crea, su libre albedrío, su caos, sus conflictos reales o ficticios, sus guerras y sus invenciones amorosas. Todo cabe en esa olla a presión que llevamos sobre los hombros y nos convierte en hombres más o menos felices, más o menos satisfechos, más o menos pacíficos o desequilibrados. 

La mente conduce al alma, pero también a la inversa. Por suerte el alma es una zona de descanso para dejar allí reposar los cachivaches mentales y dejarlos en proceso de descontaminación. 

El hombre suele soñar con los ojos abiertos cuando dirige su autoestima al pódium de los ganadores. Justamente mañana es el día en que muchos van a sentirse ganadores o perdedores sin llegar a ser del todo cierto. Todo aquello que piensen sucederá en los vericuetos de la mente. Un espejismo o un infierno según aquello que cada uno haya ido sembrando por el camino.  

A la soberbia, precisamente Espinoza la llamaba «delirio». Delirio porque es lo que el hombre piensa que puede suceder o alcanzar tan solo con imaginarlo. 

Llevamos siglos esclavizados por las cadenas del delirio. Desgarradas musas han ido dictando los caminos a seguir; nos han ido engatusando con las emociones por aquí, los ideales por allí, las medallitas por allá... Un museo tallado de vanidades al que hemos ido de visita en un principio como invitados y al que en un segundo impulso hemos acudido como estrellas de rock sin pase vip.  

Las mismas musas nos lanzan de cabeza al estrellato y al minuto nos estrellamos contra ellas; nos lanzan esa mirada fulminante de desaprobación que a tantos poetas llevó a la aniquilación. No distan mucho poetas y políticos. Todos parecen tocados por el dulce veneno de la soberbia y la adulación.  

¡Cómo naufraga nuestra mente cuando se deja llevar por esas musas del teatro! Es entonces cuando se apagan las luces del entendimiento y la ecuanimidad y se producen estampidas en los asientos. La gente está harta de tanta venta ambulante, de los mercadillos que cada cuatro años se instalan en el paseo de la fama donde se inflama la oratoria como se inflan los globos de feria o como se expande el olor de las almendras garrapiñadas. Un auténtico embeleso. Una de esas delicias de venta en quioscos.  

No es mucho pedir algo de serenidad, dejar en paz las calderas del Vesubio y apaciguar la energía de las palabras. Sí, porque las palabras tienen una intencionalidad, un fuego dentro, una esquirla o un hilo de seda según quien las pronuncie. A veces las palabras se exponen en vitrinas de alguna pastelería y saben dulces como la miel de los cuentos infantiles y se quedan para siempre en nuestro recuerdo como el olor de un horno. Son palabras que no conciben sentimientos como la cólera y se visten de nata; palabras que pueden llegar a habitar en el corazón de los dioses.

* Escritor

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