Contra de sexta

Juego sucio

Rosa María Garzón Íñigo

Convertido en un apéndice más de nuestro cuerpo, externo, pero cuyo contacto con nuestra piel es mayor que incluso el de nuestros seres más queridos. El móvil nos acompaña desde que despertamos hasta que cerramos los ojos, o en el insomnio de demasiadas noche. Adherido a las manos cual garrapata inmunda. Sustituto de otros ya obsoletos aparatos, su gran abanico de posibilidades abarca, desde la alarma para empezar el día en nuestra mesilla de noche (aunque aún quede una mínima resistencia que saludablemente lo deje fuera del dormitorio, para evitar sus nocivas emisiones), hasta otras muchas y diferentes que la mayoría hemos convertido en imprescindibles en nuestro día a día. Su automatizado uso se hace tan inconsciente que, sólo cuando sucede algo como ahora, es capaz de devolvernos a la cruda realidad, con bofetada en toda la cara con la mano abierta.

Sin generalizar pero, por desgracia, es demasiado habitual ponerlo en manos de los más pequeños de la casa desde que son bebés, con dibujos animados o juegos infantiles como distracción, para comer o dejarnos un rato tranquilos. Primero el de los padres, hasta que, alrededor de la edad de tomar la primera comunión, se les regala el suyo propio. Un dulce envenenado que, a tan tempranas edades y sin los debidos controles parentales es una poderosa y peligrosa arma de destrucción, como venimos comprobando…

Soy consciente de la complejidad para poder controlar semejante ventana al mundo cargada de tantas y tan variadas posibilidades positivas y negativas, sobre todo, cuando las nuevas generaciones nos llevan una inmensa ventaja difícil de contrarrestar, pero también, de que el alcance de su mal uso conlleva consecuencias que pueden arruinar su vida y la de familias enteras.

Y es que es fácil que se sientan poderosos en su intimidad o con su grupo de iguales. Agazapados tras la pantalla, creyéndose con una falsa privacidad que les otorgara cierto grado de impunidad para cometer delitos tipificados en la ley, cuando su pensamiento formal está aún en desarrollo por su temprana adolescencia, aunque sin embargo, ya sepan perfectamente distinguir entre el bien y el mal. Sobre todo si juegan con los cuerpos de sus compañeras (oh, causalidad) sin pudor alguno y además, deciden compartir las imágenes creadas. Delitos que conllevan graves penas y que marcarán un antes y un después para todos: víctimas, infractores y sus respectivas familias.

Lo sucedido, que ya está extendiéndose a más lugares, sólo ratifica la responsabilidad que tenemos de revisar la educación de y desde todos los ámbitos y actores sociales; no sólo, aunque sí principalmente, el sexual, sino sobre todo el ético.

Cuando el mal uso de la tecnología llega a deshumanizar tanto a quienes la usan, como a quienes la padecen, ora menores, ora adultos, es evidente que se nos ha ido de las manos y, o contrarrestamos esta brecha generacional y les alcanzamos y nos ponemos a su altura o, mejor, por delante, o será casi imposible estar preparados para evitar o dar soluciones a los problemas que no dejan de presentarse y sus consecuencias.