A la intemperie

El hombre que mató a Liberty Valance

Una película repleta de metáforas, hermosa, honda, imperecedera…

El hombre que mató a Liberty Valance.

El hombre que mató a Liberty Valance. / EL PERIÓDICO

Fernando Valbuena

Fernando Valbuena

James Stewart levanta la tapa de un ataúd de caridad y pregunta: «¿Dónde están sus botas?» Alguien se las ha birlado al hombre que mató a Liberty Valance.

He vuelto a ver El hombre que mató a Liberty Valance. Esta vez en un cine de los de antes, uno de esos cines para multitudes en terciopelo rojo. Visto y oído en versión original. Un caramelo. Otro para tragarme las toses. Hasta dos. Y en eso que Stewart ordena: «¡Ponle sus botas… y sus espuelas!»

Stewart, en El último pistolero, interpreta al médico de un John Wayne ya agotado por el cáncer de estómago que le llevaría a la tumba y al que con tanta hombría se enfrentó. Aquí, en El hombre que mató a Liberty Valance, Stewart es un abogado recién llegado a la frontera con su maleta repleta de leyes. John Wayne es, como siempre, John Wayne. En realidad no sé si era exactamente así o, más bien, interpretaba el papel de quien hubiera querido ser. Tampoco importa, ya saben que en el Oeste la leyenda es moneda de curso legal.

Lo de John Ford es apabullante. Le debo más a Ford que a… Dejémoslo ahí. Más que a muchos a los que quizá debiera deberles más. También le debo a Wayne. Al uno por su manera de mirar cuanto ocurre, al otro por ser el arquetipo de la decencia. Si me preguntan por una película de Ford, quizá Centauros del desierto o El hombre tranquilo. ¿Y por qué no La legión invencible? También. Si me preguntan por una de Wayne, y para que se sepa que hay vida más allá de Ford, una de Howard Hawks, Río Bravo. Aunque quizá ninguna como El hombre que mató a Liberty Valance. Nunca estuvo mejor, nunca más fuerte, nunca más entero, nunca más roto, nunca tan vencido…

El hombre que mató a Liberty Valance es una película tan hermosa como honda, una película repleta de sueños y de metáforas. Rodada en el blanco y negro de las penumbras y de los conflictos morales. Una obra de arte imperecedera, a la que puede que se le vean las costuras del tiempo, pero que sigue fascinando por la manera en que retrata al ser humano. Al vaquero íntegro, noble y valiente, un tipo cosido a mano que renuncia a la felicidad por cumplir con su deber, al abogado joven e idealista que anuncia un tiempo nuevo de libertad y orden para aquellas tierras de conquista y, si me permiten la debilidad, al periodista borracho que no duda en publicar la verdad, aunque eso ponga en riesgo su propia vida. Tom Doniphon, Ransom Stoddard, Dutton Peabody… Y con ellos a toda una galería de secundarios fabulosos. Nada sobra, nada falta en el western crepuscular por excelencia. Ni lo que se dice, ni lo que no se dice. Ni una mirada, ni un gesto, ni un detalle. Tal vez el mejor western de todos los tiempos…

El hombre que mató a Liberty Valance es una de pistoleros, por supuesto, y, a la vez, una extraña historia de amor, pero también, y sobre todo, un canto a la libertad. Un canto a las libertades en que se funda la dignidad y hasta la felicidad del hombre, pero, muy especialmente, un canto a la libertad de prensa, a los periódicos y a las escuelas, a la tinta y a la tiza… A la libertad y a la verdad, y al compromiso moral que obliga a todo ciudadano a defenderlas.

Al salir del cine -Navidad en las calles, las tiendas abarrotadas, las luces impertinentes pudiéndole a la noche oscura del invierno- volvió a mí lo de las botas… y, como si la muerte nunca fuera el final, también los andares cadenciosos de Ethan Edwards en la última escena de Centauros del desierto, a contraluz, con las botas puestas, levantando el polvo del desierto, centelleantes sus enormes espuelas… Tardes de sábado y tele. Así quiero recordarle.

*Abogado

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