Lluvia fina

Me cago en el amor

Una pareja de enamorados.

Una pareja de enamorados. / EL PERIÓDICO

Jero Díaz Galán

Jero Díaz Galán

Nunca me he considerado romántica, más bien al contrario, todo lo que tiene que ver con la exaltación del enamoramiento siempre me ha dado vergüenza y hasta un poco de repelús.

Me empalagan las manifestaciones públicas y exhibicionistas del amor, incluidos, cómo no, los bombones y las rosas del 14 de febrero, un San Valentín que este año ha coincidido con el Miércoles de Ceniza, con el «polvo eres y en polvo te convertirás», en una especie de conjunción que parecía hecha justo a la medida para ser promocionada con el famoso verso de Quevedo: «Polvo serán, más polvo enamorado».

Yo veo el ser antirromántica como un verdadero logro, conseguido gracias a las personas que me educaron y que hicieron posible que, mucho antes de conocer a Frida Kalho, ya tuviese interiorizado eso de «yo le duro lo que usted me cuide, yo le hablo como usted me trate, yo le creo lo que usted me demuestre».

De forma mucho más prosaica, con su sentido práctico y vitalista de todo, mi abuela solía repetirme ya desde pequeña que la vida merece tanto la pena y el mundo está tan lleno de buenas personas, que es una absoluta estupidez perder el tiempo con quien no te quiere y no te merece, una lección de amor propio esencial para amar y ser amado sin dejarse engañar por traicioneras milongas románticas.

Quizás, por ello siempre he creído que el paradigma del amor romántico es más bien una trampa y de las grandes, sobre todo para las mujeres, que en todas las culturas y creencias han estado sometidas a «la religión del amor», como sostiene Tamara Tenenbaum, a esa necesidad de encontrar a su media naranja para sentirse completas.  

Otra de las ideas románticas por excelencia, la de estar dispuestos a darlo todo por la persona amada, además de poder tener consecuencias catastróficas, encierra un engaño de magnitud estratosférica, ya que nadie que quiere a otra persona de verdad puede permitir que el amor le obligue a dejar en el camino sus sueños e ilusiones sin tratar de hacerlos compatibles y compartibles con los suyos.

Además, la exaltación del amor por excelencia da una importancia desmesurada al proceso en sí de enamoramiento y suele ofrecer visiones poco realistas de la vida en pareja. Sin embargo, los psicólogos sostienen que las famosas «mariposas en el estómago» son en realidad un síntoma de inquietud y desasosiego, presto a desaparecer cuando la relación se consolida y da paso a otros sentimientos más profundos como la tranquilidad, la seguridad y la felicidad que proporcionan el querer y el sentirse querido. 

Hace poco vi la película El regreso de las golondrinas, que retrata el callado y sólido amor que nace en un matrimonio de conveniencia entre dos marginados en una remota aldea china. La pareja, en medio de toda la adversidad en la que viven, es capaz de construir en torno a ellos una pequeña isla de protección y de resistencia, que no de resignación, a base de cuidado mutuo, ternura y empatía.  

Es evidente que los tímidos y apocados Ma y Cao se sitúan en las antípodas del ideal romántico de Romeo y Julieta, pero la complicidad que destilan, la felicidad cotidiana y simple que comparten y el refugio protector que ambos crean en la propia pareja es todo un ejercicio de verdadero amor del bueno, de «descubrir una promesa de repetición que tranquiliza», como escribió Joan Margarit. Creo que al amor, tal y como nos lo siguen vendiendo, le sobra fantasía y le falta razón, como si amar con cordura, ya sea durante unos meses o durante cincuenta años, no fuera una condición indispensable para el sentimiento que más condiciona nuestras vidas.

Solo desde la más absoluta y nefasta irracionalidad en el enamoramiento se puede entender que en pleno siglo XXI sigan ocurriendo verdaderas locuras como que alguien se llegue a enamorar de un falso Brad Pitt y se deje estafar por él 170.000 euros o el triste caso de las hermanas de Morata de Tajuña, Ángeles y Amelia, asesinadas por el prestamista al que recurrieron tras arruinarse estafadas por el amor de dos falsos militares estadounidenses destinados en Afganistán. Por todo eso, por mucho más y también por mucho menos, me alegro de que San Valentín y el atontado de Cupido se celebren cada vez menos y su predicamento empiece a sonar rancio y trasnochado.

No obstante y por si acaso, para conjurar cualquier mínimo riesgo de contaminación empalagosa, aunque sea residual, seguiré escuchando cada 14 de febrero a Tonino Carotone y su ya famoso Me cago en el amor, todo un himno antirromántico, al menos en el título. 

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