Opinión | Jueves sociales

Dar clase

Un hombre en una librería

Un hombre en una librería

Mi padre fue profesor; mi madre, maestra. Cada uno tenía una forma distinta de acercarse a sus alumnos. Mi padre era más autoritario (también era otra época), aunque estaba dotado de un sentido del humor capaz de rebajar la tensión de una clase entera. Mi madre era mucho más cálida, más maternal, más protectora. Podía pasarse tardes organizando fichas y preparando adornos de Navidad con rollos de papel higiénico y tiras de fieltro para los alumnos con menos recursos. Durante mucho tiempo yo pensé que me dedicaba a esta profesión extraña por admiración a mi padre, para seguir sus pasos, y tardé bastante en descubrir que enseñar no es poner distancias, sino acortarlas, y que se aprende por contagio, igual que se transmite una enfermedad o se comparte una alegría o una pena. Lo escribe Irene Vallejo en su libro 'El infinito en un junco', esa maravilla. Lo escribieron también los clásicos, de los que ella habla, los que yo estudié sin saber que para enseñarlos hacían falta no solo generosidad y una buena dosis de humildad, sino también un aprendizaje arduo que no acaba nunca. Cuando terminé la carrera, y sentí el vértigo de mi primera clase, aprendí de golpe que no sabía nada o que no servía de nada lo que pudiera saber si no averiguaba cómo compartirlo con los alumnos. Hacer fácil lo difícil es lo más complicado del mundo, dar de leer, de escribir, de escuchar, medir un verso como quien reparte alimentos a los que no tienen hambre, contar una historia como quien da agua a los que desconocen que tienen sed.

Me acuerdo de algunos aciertos, de todo lo que he aprendido para poder enseñar, de todo lo que me queda por aprender aún ahora, y me sacudo la pereza para no sentirme cansada sino viva, lejos de la costumbre y el pesimismo, de nuevo al borde del precipicio, cerca del vértigo

Se necesita amar mucho tu profesión para mostrarte tal y como eres en un aula, y al mismo tiempo, se requiere mucha inteligencia para convertirte en personaje. Porque eres tú la que explicas tus gustos, tus lecturas, lo que te ha convertido en lo que eres ahora, y además debes recordar cómo eras a su edad, qué te gustaba, buscar el hilo del que tirar para que se construya una narración que empieza en septiembre y si es buena, no acabará en junio. Pero a la vez, tu narrador debe seguir un programa, un libro, una estructura, vivir en los límites de unas leyes educativas que poco o nada tienen que ver con la vida que bulle dentro de un aula. Como un forajido aprendes los caminos de la frontera, los intersticios de la legislación, los quicios de la puerta donde sentarse a encender una luz tenue que debe arder como una hoguera, pero sin notarse. A cambio hay años buenos, meses malos, días que pesan como piedras, y a la inversa. A cambio, de vez en cuando me llegan mensajes de antiguos alumnos, los veo en otros institutos dando clase, o en otras profesiones cuya vocación yo no he sembrado. Cada vez son más, porque cada vez cumplo más años, y al mirar atrás, a esos lejanos días en que empecé, pienso en todos los errores que cometí, en los viajes, los destinos lejanos, la soledad y la errónea sensación de que no servía de nada tanto esfuerzo. Luego, me acuerdo de algunos aciertos, de todo lo que he aprendido para poder enseñar, de todo lo que me queda por aprender aún ahora, y me sacudo la pereza para no sentirme cansada sino viva, lejos de la costumbre y el pesimismo,de nuevo al borde del precipicio, cerca del vértigo.

Suscríbete para seguir leyendo