Opinión | Espectráculos

Delicias de viajar

Interior de un tren

Interior de un tren

Hace unos días tuve la ocasión de disfrutar de nuevo de las delicias de viajar en tren desde Extremadura. Me habían invitado a formar parte del tribunal de una tesis doctoral, en la Autónoma de Barcelona, sobre Juan Goytisolo, escritor que siempre me interesó: su Reivindicación del Conde Don Julián me parece una de las novelas españolas más importantes del siglo XX, y en ella se centraba la tesis de Marta Jordana, a día de hoy ya merecidamente doctora. Uno de mis recuerdos literatos más memorables fue la única vez en la que vi en persona a Goytisolo, en un coloquio en Berlín al que asistí como público cuando vivía en Alemania. Allí vi saludarse con un abrazo a Jorge Semprún y Goytisolo, seguramente los dos intelectuales más importantes que nos quedaban.

Por esa afición goytisoliana me pegué la paliza de ir un lunes a Barcelona y volver el martes a Cáceres. Ya la ida, saliendo a las seis de la mañana y llegando casi a las tres de la tarde a Barcelona Sants, con trasbordo en Atocha, duró más que una jornada de trabajo, a lo que se suma una hora más para llegar a la Autónoma, que no está, por si alguien no lo sabe, en Barcelona, sino en Bellaterra, pedanía de Cerdanyola del Vallés.

Hacía tiempo que no cogía el regional exprés y no me decepcionó: sigue igual de cutre. Para empezar, un tren que circula tan temprano no se entiende que vaya con una iluminación deslumbrante, con unas luces que hacen imposible para cualquier cerebro generar la melatonina necesaria para conciliar el sueño. Por si uno fuera a conseguirlo, tranquilo que vendrá el revisor a pedirte el billete, da igual que estés dormido o al menos intentándolo. Luego se despide con un «venga, a descansar», al que dan ganas de responder mandándole a un destino que empieza por ‘m’ y no es Madrid.

Lo curioso es que ese tren ni te deja dormir ni tampoco despertarte del todo, manteniéndote en un estado de semivida parecido al de un zombi, que supongo es lo que se espera de nosotros los extremeños

Para acabar de espabilarte, a la media hora de viaje, un altavoz estentóreo te anunciará la llegada a Cañaveral y te avisará de no cruzar las vías, en español y en inglés. Lo mismo un poco después al llegar a Casas de Millán. En casi treinta años nunca he visto a nadie bajarse en uno de esos pueblos cuando se va en dirección a Madrid (en el otro sentido sí) pero parece que Renfe considera necesario despertar a todo el mundo, cuando quien vaya a esas localidades, si es que va alguien, puede ponerse el despertador, estar atento y bajarse.

Lo curioso es que ese tren ni te deja dormir ni tampoco despertarte del todo, manteniéndote en un estado de semivida parecido al de un zombi, que supongo es lo que se espera de nosotros los extremeños. No hay cafetería ni máquina de cafés, y si uno va a los servicios ya se puede esperar cualquier cosa: desde que no salga agua del grifo a que el suelo esté inundado de un líquido que espera que sea agua, aunque lo más probable es que sea otra cosa.

Hace un par de meses estuve en Francia, en Orleans, ciudad en la que había sido estudiante Erasmus hace más de veinte años. Para llegar allí tomé en París un tren a Orleans idéntico al que tomaba por entonces. Aunque hay algunos que van directos, tomé uno que iba parando en bastantes estaciones, tren al que una profesora orleanesa de origen español llama ‘la tartana’. Ya me gustaría que en Extremadura tuviéramos esas tartanas. Asientos cómodos y, sobre todo, una luz tenue, perfectamente graduada, que hace posible leer pero también dormir.

Mención aparte merece la vuelta, con el sinvivir habitual en Atocha de los extremeños esperando que anuncien, unos minutos antes de la salida, la vía de su tren. En cualquier estación francesa o alemana, polaca o checa, los trenes salen siempre del mismo andén, y está indicado en unos carteles amarillos. Pero en unos sitios se trata al viajero como a una persona y en otros como si fuera un paquete que se transporta de un sitio a otro.

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