Opinión | Jueves Sociales

Predicciones del tiempo

Temporal en la costa

Temporal en la costa

Ellos van siempre de traje; ellas, embutidas en vestidos y elevadas a los mismos cielos que describen por unos tacones de vértigo que deben de molestar bastante. Sobre ellos, en precario equilibrio, señalan isobaras, marejadas y marejadillas, como si todos nos fuéramos a convertir en marinos mercantes o estuviéramos a punto de embarcar rumbo a Terranova, a la captura del bacalao. Meteorólogos y meteorólogas, convertidos en las estrellas del telediario, junto a los comentaristas deportivos, nos hacen partícipes de alertas naranjas, rojas y amarillas que salpican el mapa, o de anticiclones que se colocan inmisericordes sobre nuestro país y lo machacan con olas de calor que antes se llamaban veranos. No siempre aciertan, claro. A veces va a llover durante horas y es una simple nube la que atraviesa la ciudad como riéndose de tanta predicción y tanta tontería. Otras, el aguacero no previsto desborda ríos y arrastra por su cauce árboles y coches, e incluso casas, si el hombre ha sido tan estúpido de construir donde siempre hubo agua. Por eso, como los médicos, se curan en salud y avisan siempre de forma alarmista, incluso cuando se quedan cortos. El temporal de nieve Filomena los cogió desprevenidos, a lo mejor porque el tiempo no responde a la ciencia exacta. A veces meten patadas a nuestro idioma, y hablan de huracanes poco devastadores, como si este adjetivo admitiera cuantificador, o dicen estupideces como cuando avisan de que es recomendable no salir a hacer deporte a las tres de la tarde o que hay que beber mucha agua si están cayendo cuarenta y tres grados. O tonterías aún peores como la de llamar buen tiempo a la ola de calor (esta sí anómala) de octubre. En general, aciertan, incluso cuando se ríen de nosotros. Yo los imagino reunidos antes de cada puente, o de la Semana Santa, tratando de asustarnos y de quitarnos las ganas de viajar. A ver qué les decimos ahora, piensan.

En general, aciertan, incluso cuando se ríen de nosotros. Yo los imagino reunidos antes de cada puente, o de la Semana Santa, tratando de asustarnos y de quitarnos las ganas de viajar. A ver qué les decimos ahora, piensan

Y así nos avisan de ciclogénesis explosivas o umbrales de precipitación, fenómenos que nos devuelven a la condición de niños asustados ante las tormentas de agosto. Son los sumos sacerdotes de una religión, la nuestra, que cree poder controlar todo solo con predecirlo. Embobados ante la ceremonia del tiempo, organizamos nuestra vida en función de sus avisos. Pensamos que todo estará bien porque conocemos si nos mojaremos o pasaremos calor en quince días. A cambio de vender nuestra alma a la predicción, hemos dejado de chapotear en los charcos y de asombrarnos ante la aparición del arcoíris. Más mágicos me parecían los que sabían del tiempo solo con mirar el cielo o el color de las nubes del atardecer, u observar el comportamiento de los animales. Pero estos nunca llevaron chaquetas, ni ellas se embutían en trajes de ceremonia para anunciarnos la lluvia. Hemos querido salir de la superstición de los hombres y mujeres de campo para caer en la adoración de la meteorología, pero seguimos siendo niños asustados, adultos ignorantes, personas que creen tenerlo todo a salvo en un mundo que juega a hacer pronósticos con dados siempre trucados.

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