Grosso modo

Llueve sobre la plaza de Santa María

Lluvia sobre la plaza de Santa María.

Lluvia sobre la plaza de Santa María. / J. R. C.

Juan Ramón Corvillo

Juan Ramón Corvillo

La lluvia cae con una tenacidad que desafía el paso del tiempo sobre la Plaza de Santa María, añadiendo un lustre sombrío a las casas gastadas por siglos de historia. A mis años, encuentro en noches como ésta una invitación irrenunciable a sumergirme en un paseo solitario por la Ciudad Monumental de Cáceres, un ritual que he ido perfeccionando con su agradable práctica desde mi ya lejana etapa universitaria. Cada paso que doy resuena, marcado por el acompasado ritmo de mis zapatos sobre el empedrado brillante, bajo la persistente cortina de agua, como un eco solitario en la inmensidad del espacio oscuro.

La luz tenue de las farolas proyecta sombras alargadas sobre la fachada de la Concatedral, que se erige majestuosa a pesar del incesante aguacero. La historia parece vibrar en el aire, tan palpable que casi puedo sentir cómo la piedra respira los siglos de oraciones y pisadas de aquellos que, antes que yo, han buscado refugio o redención entre sus muros.

Justo enfrente, la estatua de San Pedro de Alcántara permanece inmutable ante las estaciones y tormentas, contemplando la plaza con la calma casi pétrea del austero fraile franciscano. No resisto la tentación de intentar captar en una imagen la magia de lo que percibo.

A mi alrededor, los edificios que bordean la plaza, como el Palacio de Mayoralgo, el Palacio de Carvajal y la casa de Hernando de Ovando, resisten firmes; sus robustas estructuras se mantienen inalterables ante el clima. Miro sus fachadas y medito sobre los innumerables destinos que se han entrelazado tras esos muros. Las historias personales y colectivas parecen converger al otro lado de los balcones cerrados y las puertas macizas.

Conforme avanzo, el frescor del aire y el ritmo constante de la lluvia vienen a provocar una introspección profunda. Reflexiono sobre mi propia existencia, los años vividos en mi querida ciudad, los momentos compartidos… y anhelo todos esos que me restan aún por compartir. La plaza, con su atmósfera cargada de esa mezcla de memoria y añoranza, se convierte en un improvisado escenario donde múltiples recuerdos, sin orden cronológico, entran en juego de forma caprichosa.

En días soleados, sus edificios proyectan una belleza austera y digna, pero bajo la lluvia adquieren un carácter melancólico, como si cada gota que resbala por sus piedras les recordara todas las despedidas que han presenciado. La memoria de cada rincón parece contener fragmentos de historias, haciendo del lugar un ferviente guardián de centenarios secretos, amores olvidados y confesiones silenciosas.

Finalmente, me detengo y alzo la vista hacia la torre de la Concatedral, que se perfila contra el cielo nublado. No hay urgencia en mi pausa, solo una tranquila aceptación de que, al igual que en la plaza, hay belleza también en la soledad de quien, sin prisa, camina despacio en una noche lluviosa.

Cuando decido volver sobre mis pasos y regresar a casa, atravieso la Avenida de España bajo su húmeda arboleda, con la serenidad de quien ha encontrado, una vez más, un momento de paz en medio de la tormenta que la vida diaria constituye, y sintiendo, no tristeza ni desazón, sino una especie de gratitud tranquila; agradecimiento por haber podido caminar de nuevo por una plaza que, a pesar del agua y el viento, o tal vez gracias a ellos, revela sus secretos a quienes saben y quieren escuchar.

La lluvia sigue cayendo, borrando lentamente mis huellas en un eterno ciclo de renovación y olvido... 

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