tribuna

Una visión esperanzadora

Es importante, tener en cuenta que nuestros modelos ‘sagrados’, nuestros referentes, son los padres

Padre e hijo.

Padre e hijo. / EL PERIÓDICO

Baltasar Rodero

Si nos referimos a las diferentes situaciones que con mayor frecuencia solicitan consulta, son aquellas que en su esencia, no solamente no se tienen en cuenta, la magia del amor, la paciencia, la constancia, y el diálogo, sino que se da un desprecio de las mismas. 

En la mayoría de los casos, las quejas se sustentan sobre la ausencia de estos referentes, enmascarando las bases de, una buena comunicación, un diálogo inteligible, un plausible y noble acuerdo abierto y permanente. Algo falla, algún cortocircuito hace su presencia, y la armonía como fruto nuclear de la relación desaparece, surgiendo en su lugar la discordia, el desencuentro, la fricción, el enfrentamiento, o incluso la desconexión.

Es normalmente frecuente, la preocupación en los padres, sobre la conservación de la armonía en el desarrollo y progreso de la familia, su imaginación gira en torno al mantenimiento de su permanente equilibrio, para lo que diseñan itinerarios, a corto, medio y largo plazo. Pero en ocasiones, tras la primera puerta nos encontramos con el primer obstáculo o contratiempo, el niño no ha hecho los deberes, o se niega a poner una determinada ropa, o ha pasado mala noche y le cuesta levantarse, o sencillamente no quiere ir al cole, simulando un dolor de tripa. Si esta situación es original, única o casual, lo normal es que no trascienda el problema, nuestra comprensión es tan grande como nuestro cariño, y desde la paciencia, perseverando en el diálogo, llegaremos a aquel acuerdo más adecuado.

Esto que a los 7, 10 ó 12 años puede suceder, en éste o parecido contesto, a los 15, 17 ó 19 años, se hace más complejo, se multiplica la transcendencia del acto, al estar presente la conciencia plena del niño, y saber de la consecuencias de sus decisiones. No es igual regresar a casa con 17 años, a las 6 de la mañana, que renunciar al desayuno a los 7 años. Pero aun así las situaciones son en esencia análogas, ponen a prueba nuestra estabilidad de pareja, nuestro equilibrio emocional, en definitiva nuestro positivo ensamblaje, incluso en ocasiones transciende, conectando con algún otro familiar, especialmente abuelos, haciendo más compleja la situación.

Por ello la paciencia, que es saber esperar, el alargar el hilo de la perseveración y constancia, en la búsqueda de la luz, que ilumine un diálogo cercano, fresco y humilde, debe de ser la esencia de nuestro comportamiento, especialmente porque el niño comprende todos los mensajes, y cuando éstos van acompañados de serenidad, y equilibrio, y comprensión, siempre dan sus frutos. Es importante, tener en cuenta que nuestros modelos “sagrados”, nuestros referentes más importantes y en ocasiones únicos en el inconsciente, son los padres, por ello al final, el camino a recorrer, el vivido y experimentado en nuestros primeros tres o cuatro años, es vital.

No es igual regresar a casa con 17 años, a las 6 de la mañana, que renunciar al desayuno a los 7 años. Pero aun así las situaciones son en esencia análogas, ponen a prueba nuestra estabilidad de pareja, nuestro equilibrio emocional

Pero ocurre, como hemos comentado, que esa discordia o desencuentro que hemos relatado entre padres e hijo, se puede hacer extensivo a otros familiares, especialmente a los abuelos, haciéndola más poliédrica, con criterios incluso opuestos, y desapareciendo el diálogo espontáneo y sereno. En este caso, aumenta la tensión emocional, personal y ambiental, estamos todos más expectantes y sensibles, y el acontecimiento puede ser más explosivo. Surge entonces, una de tantas peleas, en las que se suscitan palabras y gestos que no se pueden reproducir, y que contaminan el ambiente, que aunque no lo vean ni lo escuchen directamente los niños, lo sienten, lo perciben, porque ello queda reflejado en nuestro gesto, y la lectura de éste es muy fácil para cualquier criatura, no ha escuchado nada, no ha visto nada, pero la impronta del ambiente, con la tensión acumulada, es muy explícita.

Esto tiene un doble peligro, primero e inmediato que va horadando lentamente la confianza, la cercanía, y el calor propio de la pareja, y segundo, la enseñanza que estamos dando a nuestra descendencia, pues el modelo de familia y de pareja que estamos explicitando, algún día lo repetirán los menores. Y todo ello, toda esta tormenta, en ocasiones con graves secuelas, si hay amor, que es aceptación, respeto, diálogo, servicio y lealtad, junto a un proyecto de vida en común, no tienen porque ocurrir tan dramáticamente, tampoco tiene porque prolongarse una situación que dañe a todos, y de la que somos conscientes, no tenemos porque rebozarnos en un lodazal maloliente que, impregna incluso a los hijos.

Pensemos, hagamos una parada en nuestro camino, y analicemos el origen, la causa de cualquier fricción, de cualquier desencuentro, que será insulsa, nimia, e insignificante, y que aunque no tenga por sí sola, la energía suficiente como para desestabilizar, si la sumamos a lo que históricamente viene sucediendo, y que ha provocado cierto umbral de tensión, la ira nos ciega, iniciándose todo por una expresión, de perfil parecido a: “como cerraste la puerta tan fuerte” o, “siempre te veo con mala cara” o, “cuantas horas haces de sillón”, etc. Este perfectamente puede ser el pistoletazo de salida, y lo expuesto entre comillas su desencadenante, ruboriza. 

Si analizamos la causa, es decir, si dialogamos, que es tanto como aspirar a llegar a acuerdos, observaremos, primero, que cuando hay amor, cercanía, complicidad, nada tiene la importancia que le damos, que todo lo exageramos situándonos fuera de nuestro carril, por lo que consiguientemente, tenemos que reconducir nuestro camino, y de la mano, pacientes y constantes, hacer un esfuerzo por encontrarlo nuevamente, esto seguro dará los frutos que deseamos, y que alimentarán nuestra andadura, consiguiendo al final una salida estable y especialmente productiva. 

* Psiquiatra

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